XXVI

A eso de las siete de la tarde, volvía de la playa con su hijo; y era el momento del día que más le gustaba. Llevaba al niño de la mano o lo dejaba que corriera delante.

La avenida estaba desierta, unos cuantos rayos de sol se demoraban en la acera. Iban por los soportales y el niño se paraba siempre delante de la pastelería À la Reine Astrid. Él miraba el escaparate de la librería.

Aquella tarde le llamó la atención un libro del escaparate. En el título, de letras granate, estaba la palabra «Castille» y, mientras andaba bajo los soportales, apretándole la mano al niño que jugaba a saltar los rayos de sol que rayaban la acera, aquella palabra, «Castille», le recordaba un hotel, en París, cerca del Faubourg Saint-Honoré.

Un día, un hombre lo citó en el Hotel Castille. Ya lo conocía de antes, de las oficinas de la avenida de Hoche, entre todos aquellos individuos raros que hablaban de asuntos en voz baja. Y el hombre le propuso venderle un clip y dos pulseras de diamantes, porque quería irse de Francia. Le entregó las joyas, guardadas en una maletita de cuero, y quedaron en que se encontrarían al día siguiente por la noche en el Hotel Castille, en donde vivía ese hombre.

Volvía a ver la recepción del hotel, el bar diminuto al lado, y el jardín, con la tapia de espalderas verdes. El conserje llamó por teléfono para anunciarlo y le dijo luego el número de la habitación.

El hombre estaba tendido en la cama con un cigarrillo en la boca. No se tragaba el humo y lo echaba, nervioso, en nubes compactas. Un moreno alto que se había presentado la víspera como «ex delegado comercial de una legación de Sudamérica». Sólo le había dicho el nombre: Pedro.

El tal «Pedro» se había sentado en el filo de la cama y le sonreía con expresión tímida. No sabía por qué, pero el «Pedro» aquel le caía simpático aunque no lo conociera. Lo notaba acosado en aquella habitación de hotel. Le alargó en el acto el sobre en que estaba el dinero. Había conseguido vender las joyas la víspera con una buena ganancia. Aquí tiene, le dijo, le he añadido la mitad de la ganancia. «Pedro» le dio las gracias mientras metía el sobre en el cajón de la mesilla de noche.

Se fijó en aquel momento en que una de las puertas del armario, enfrente de la cama, estaba entornada. En las perchas estaban colgados dos vestidos y un abrigo de pieles. Así que el tal «Pedro» vivía con una mujer. Volvía a pensar que la situación de la mujer aquella y del tal «Pedro» debía de ser precaria.

«Pedro» seguía tendido en la cama y había encendido otro cigarrillo. El hombre aquel se sentía a gusto con él, puesto que dijo:

—Cada vez me atrevo menos a salir a la calle…

E incluso añadió:

—Hay días en que tengo tanto miedo que me quedo en la cama…

Aunque había pasado mucho tiempo, aún oía las dos frases que «Pedro» dijo con voz sorda. No supo qué responderle. Salió del paso con un comentario de orden general, algo así como: «Vivimos en una época muy rara.»

Pedro le dijo entonces, de repente:

—Creo que he dado con una forma de salir de Francia… Con dinero, todo es posible…

Recordaba que unos copos de nieve menudos —casi gotas de lluvia— se arremolinaban tras los cristales de la ventana. Y aquella nieve que caía, la oscuridad exterior, el tamaño exiguo de la habitación le daban una impresión de ahogo. ¿Acaso era aún posible escapar a algún sitio incluso con dinero?

—Sí… —susurraba Pedro—; tengo una forma de pasar a Portugal… Por Suiza…

La palabra «Portugal» le recordó en el acto el océano verde, el sol, un refresco naranja que se toma con pajita bajo una sombrilla. ¿Y si un día —se dijo— nos encontrásemos «Pedro» y yo en un café de Lisboa o de Estoril? Apretarían el tapón de la botella de sifón con ademán indolente… Qué lejos les parecería aquella habitacioncita del Hotel Castille, con la nieve, la oscuridad, el París de aquel invierno lúgubre, las componendas en que había que caer para salir del paso… Salió de la habitación diciéndole al tal «Pedro»: «Buena suerte.»

¿Que habría sido de «Pedro»? Deseaba que aquel hombre al que había visto dos veces hacía tanto tiempo estuviera tan tranquilo y feliz como él, aquella tarde de verano, con un niño que va saltando los últimos charcos de sol por la acera.