XXIV

Pero ¿por qué Scouffi, ese hombre grueso con cara de bulldog, me flota más que ningún otro por la memoria borrosa? Quizá se debe al traje blanco. Una mancha que destaca, como cuando encendemos la radio y, entre los chisporroteos y todos los ruidos de parásitos, surge la música de una orquesta o el timbre puro de una voz.

Me acuerdo de la mancha clara de su traje en las escaleras y de los golpes sordos y regulares del bastón con pomo en los peldaños. Se detenía en todos los descansillos. Me crucé con él varias veces cuando subía al piso de Denise. Vuelvo a ver con precisión la barandilla de cobre, la pared beige, las puertas de doble hoja de madera oscura de los pisos. Luz de lamparilla en los rellanos y esa cara, esa mirada dulce y triste de bulldog que surgía de la sombra… Hasta creo que me saludaba al pasar.

Un café, en la esquina de la calle de Rome con el bulevar de Les Batignolles. En verano, la terraza se extiende por la acera y me siento en una de las mesas. Cae la tarde. Espero a Denise. Los últimos rayos de sol se demoran en la fachada y en las cristaleras del taller de automóviles, allá, del otro lado de la calle de Rome, a la orilla de las vías del tren…

De pronto lo veo, cruzando el bulevar.

Lleva el traje blanco y, en la mano derecha, el bastón con pomo. Cojea levemente. Se aleja, en dirección de la plaza de Clichy y no pierdo de vista esa silueta blanca y tiesa bajo los árboles del terraplén. Mengua, mengua y acaba por desaparecer. Entonces, bebo un trago del refresco de menta y me pregunto qué buscará por esa zona. ¿A qué cita se encamina?

Denise llegaba tarde muchas veces. Trabajaba —todo me vuelve ahora a la memoria gracias a esa silueta blanca que se aleja por el bulevar—, trabajaba para un modista de la calle de La Boétie, un individuo rubio y delgado del que se habló mucho más adelante y que estaba entonces en sus comienzos. Me acuerdo del nombre: Jacques; y, si tengo paciencia, acabaré por encontrar el apellido en las guías de teléfonos viejas del despacho de Hutte. Calle de La Boétie…

Ya era de noche cuando Denise se reunía conmigo en la terraza de aquel café, pero a mí no me importaba, habría podido quedarme mucho más rato delante del refresco de menta. Prefería esperar en aquella terraza que en el pisito de Denise, que estaba allí cerca. Las nueve. Scouffi cruzaba el bulevar, como solía. El traje parecía fosforescente. Denise y él cruzaron unas cuantas palabras una noche, bajo los árboles del terraplén. En aquel traje de blancura deslumbradora, en aquella cara oscura de bulldog, en las frondas, de un verde eléctrico, había algo veraniego e irreal.

Denise y yo nos íbamos en dirección contraria y nos metíamos por el bulevar de Courcelles. El París por el que caminábamos ambos a la sazón era tan veraniego e irreal como el terno de Scouffi. Flotábamos en una oscuridad que embalsamaban los aligustres cuando pasábamos ante las verjas del parque Monceau. Poquísimos automóviles. Semáforos rojos y semáforos verdes se encendían despacio e inútilmente y sus señales, de colores alternos, eran tan suaves y regulares como un balanceo de palmas.

Casi al final de la avenida de Hoche, a la izquierda, antes de la plaza de l’Étoile, los ventanales del primer piso del palacete que había sido de Sir Basil Zaharoff estaban siempre encendidos. Más adelante —o por aquella misma época, quizá— subí muchas veces al primer piso de ese palacete: oficinas; y mucha gente, siempre, en esas oficinas. Grupos de personas hablaban, otras llamaban febrilmente por teléfono. Un ir y venir continuo. Y toda esa gente ni siquiera se quitaba el gabán. ¿Por qué algunas cosas del pasado surgen con precisión fotográfica?

Cenábamos en un restaurante vasco, por la zona de la avenida de Victor Hugo. Ayer por la noche intenté dar con él, pero no lo conseguí. Y eso que busqué por todo el barrio. Estaba en la esquina de dos calles muy tranquilas y, delante, había una terraza que resguardaban unas jardineras y un toldo grande, rojo y verde. Mucha gente. Oigo el zumbido de las conversaciones, los vasos que chocan, veo, dentro, la barra de caoba y, encima, un fresco alargado que representa un paisaje de la Costa de Plata. Y aún tengo en la cabeza algunas caras. El individuo alto y delgado para quien trabajaba Denise en la calle de La Boétie y que venía a sentarse un momento en nuestra mesa. Un moreno con bigotes, una mujer pelirroja, otro hombre rubio, éste con el pelo rizado, que siempre se estaba riendo; y, por desgracia, no puedo ponerles nombre a esas caras… La cabeza calva del camarero que preparaba un cóctel cuyo secreto sólo conocía él. Bastaría con acordarse del nombre de ese cóctel —que era también el nombre del restaurante— para que se despertasen otros recuerdos; pero ¿cómo? Ayer por la noche, al recorrer estas calles, sabía perfectamente que eran las mismas de antes y no las reconocía. Los edificios no habían cambiado, ni la anchura de las aceras, pero, en aquella época, la luz era diferente y había algo distinto que flotaba en el aire…

Volvíamos por el mismo camino. Muchas veces íbamos al cine, a una sala de barrio que he localizado: el Royal-Villiers de la plaza de Lévis. Por la plaza con bancos, la columna Morris y los árboles reconocí el sitio, mucho más que por la fachada del cine.

Si me acordase de las películas que vimos, podría saber con exactitud la época, pero, de esas películas, sólo me quedan imágenes inconcretas: un trineo que se desliza por la nieve. La cabina de un transatlántico en la que entra un hombre de esmoquin, siluetas que bailan tras una puerta acristalada…

Volvíamos a la calle de Rome. Ayer por la noche, la recorrí hasta el número 97 y creo que noté la misma sensación de angustia que en aquellos tiempos al ver las verjas, la vía del tren y, del otro lado de la vía, el anuncio DUBONNET que cubre todo un lienzo de muro de uno de los edificios y que ha perdido color seguramente desde entonces.

En el 99, el Hotel de Chicago no se llama ya Hotel «de Chicago», pero nadie, en la recepción, ha sido capaz de decirme en qué época cambió de nombre. No tiene importancia.

El 97 es un edificio muy ancho. Si Scouffi vivía en el quinto, el piso de Denise estaba debajo, en el cuarto. ¿A la derecha o a la izquierda del edificio? En la fachada hay por lo menos una docena de ventanas en todas las plantas, así que, sin duda, están divididos en dos o tres viviendas. Me quedé mirando mucho rato esa fachada con la esperanza de reconocer un balcón o la forma de los postigos de una ventana. No, no me decían nada.

Las escaleras tampoco. La barandilla no es esa cuyo cobre brilla en mi recuerdo. Las puertas de los pisos no son de madera oscura. Y, sobre todo, la luz del automático no tiene ese velo del que surgía el misterioso rostro de bulldog de Scouffi. No vale la pena preguntar a la portera. Desconfiaría y, además, las porteras cambian, como todo lo demás.

¿Seguía viviendo aquí Denise cuando asesinaron a Scouffi? Un acontecimiento así de trágico habría dejado alguna huella si hubiéramos vivido en el piso de abajo. No me queda huella de eso en la memoria.

Denise no debió de pasar mucho tiempo en el 97 de la calle de Rome, unos cuantos meses quizá. ¿Vivía yo con ella? ¿O tenía un piso en algún otro lugar de París?

Me acuerdo de una noche en que volvimos muy tarde. Scouffi estaba sentado en uno de los peldaños de las escaleras. Tenía las manos cruzadas en torno al pomo del bastón y la barbilla descansando en las manos. Los rasgos de la cara, completamente caídos; y la mirada de bulldog, rebosante de una expresión de desvalimiento. Nos detuvimos ante él. No nos veía. Nos habría gustado hablarle, ayudarlo a subir hasta su casa, pero estaba tan quieto como un maniquí de cera. Se apagó el automático y no quedaba ya más que la mancha blanca y fosforescente de su traje.

Todo esto debió de pasar al principio, cuando Denise y yo acabábamos de conocernos.