Aquella noche, sentado en la sede de la Agencia, estuve mirando atentamente las fotos que me había dado Mansoure.
Un hombre grueso, sentado en el centro de un sofá. Lleva una bata de seda con flores bordadas. Entre el pulgar y el índice de la mano derecha, una boquilla. Con la mano izquierda sujeta las páginas de un libro apoyado en la rodilla. Está calvo, tiene las cejas nutridas y los párpados bajos. Lee. La nariz chata y ancha, el pliegue amargo de la boca, el rostro carnoso y oriental, son los de un bull-terrier. Más arriba, el ángel de madera tallada que me llamó la atención en la portada de la revista detrás de Denise Coudreuse.
En la otra foto, se lo ve de pie, vistiendo un terno blanco de chaqueta cruzada, una camisa de rayas y una corbata oscura. Aprieta en la mano izquierda un bastón con pomo. El brazo derecho doblado y la mano entreabierta le dan un porte afectado. Está muy tieso, casi de puntillas, y lleva zapatos de dos colores. Se desprende poco a poco de la foto, cobra vida y lo veo caminar por un bulevar, bajo los árboles, con paso claudicante.