XVII

Muelle de Austerlitz, 19. Un edificio de tres pisos, con una puerta cochera que da a un pasillo de paredes amarillas. Un café cuyo rótulo reza À la marine. Tras la puerta acristalada, han colgado un cartel en el que se lee: «MEN SPREEKT VLAAMSCH», en letras rojo oscuro.

Alrededor de diez personas se agolpaban en la barra. Me senté en una de las mesas vacías. Una foto grande de un puerto en la pared del fondo: AMBERES, ponía al pie de la foto.

Los clientes de la barra hablaban muy alto. Todos debían de vivir en el barrio y se estaban tomando la copita de antes de cenar. Cerca de la puerta acristalada, había un flipper ante el que estaba un hombre con terno azul marino y corbata cuyo atuendo contrastaba con el de los demás, que llevaban cazadoras forradas de borrego, chaquetas de cuero o monos de peto. Jugaba plácidamente, tirando con mano relajada del mando del muelle del flipper.

El humo de los cigarrillos y de las pipas me picaba en los ojos y me daba tos. Flotaba por el aire un olor a manteca de cerdo.

—¿Qué va a tomar?

No lo había visto acercarse. Había llegado a pensar incluso que nadie vendría a preguntarme qué quería, porque mi presencia en una mesa del fondo pasaba totalmente inadvertida.

—Un exprés.

Era un hombre bajo, de unos sesenta años, con el pelo blanco y la cara roja, ya congestionada seguramente por varias copas. Los ojos azul claro parecían aún más desteñidos en aquel cutis rojo oscuro. Había algo alegre en aquel blanco, aquel rojo y aquel azul de tonalidad de azulejo.

—Disculpe —le dije cuando ya se iba hacia la barra—. ¿Qué quiere decir el cartel de la puerta?

—¿MEN SPREEKT VLAAMSCH?

Pronunció la frase con voz sonora.

—Sí.

—Se habla flamenco.

Me dejó plantado y se encaminó hacia la barra con andares bamboleantes. Apartaba con los brazos, sin consideraciones, a los clientes que le estorbaban el paso.

Volvió con la taza de café, agarrándola con ambas manos y con los brazos estirados, como si hiciera un esfuerzo tremendo para impedir que se le cayese aquella taza.

—Aquí tiene.

Colocó la taza en el centro de la mesa, resoplando como un corredor de maratón al llegar a la meta.

—Oiga… ¿Le suena de algo… Coudreuse?

Hice la pregunta con brusquedad.

Se desplomó en la silla de enfrente y se cruzó de brazos.

Seguía resoplando.

—¿Por qué? ¿Conoció a… Coudreuse?

—No, pero oí hablar de él en mi casa.

Se le había puesto la cara rojo ladrillo y le brillaba el sudor en las aletas de la nariz.

—Coudreuse… vivía arriba, en el segundo piso…

Tenía un leve acento. Tomé un trago de café, totalmente decidido a dejarlo hablar, porque a lo mejor con otra pregunta lo espantaba.

—Trabajaba en la estación de Austerlitz… Su mujer era de Amberes, como yo…

—Tenía una hija, ¿no?

Sonrió.

—Sí, una chiquilla muy guapa… ¿La conoció?

—No, pero algo he oído.

—¿Y qué es de ella?

—Eso es lo que intento saber precisamente.

—Venía todas las mañanas a buscar los cigarrillos de su padre. Coudreuse fumaba Laurens, unos cigarrillos belgas…

Estaba absorto en el recuerdo y creo que, lo mismo que yo, ya no oía las voces, ni las risas ni el ruido de ametralladora del flipper que teníamos al lado.

—Era un buen tipo, Coudreuse… Muchas veces cenaba en su casa. Hablaba en flamenco con su mujer.

—¿No ha vuelto a saber nada de ellos?

—Se murió… Su mujer se volvió a Amberes…

Y barrió la mesa con un amplio ademán de la mano.

—Todo eso se remonta a la noche de los tiempos…

—Dice que venía a buscar los cigarrillos para su padre… ¿De qué marca me dijo que eran?

—Laurens.

Tenía la esperanza de que se me quedase el nombre.

—Una cría peculiar…, a los diez años ya jugaba al billar con mis clientes.

Me indicaba una puerta al fondo del café que debía de dar paso a la sala de billar. Así que era aquí donde había aprendido a jugar.

—Espere —me dijo—; voy a enseñarle algo…

Se levantó torpemente y se fue hacia la barra. Volvió a apartar con los brazos a todos cuantos le impedían el paso. La mayoría de los clientes llevaban gorras de marinero y hablaban una lengua rara, flamenco sin duda. Pensé que sería por las gabarras amarradas abajo, en el muelle de Austerlitz, que debían de venir de Bélgica.

—Mire… Fíjese…

Se había sentado enfrente de mí y me alargaba una revista de modas antigua en cuya portada había una muchacha de pelo castaño y ojos claros, con un no sé qué asiático en los rasgos. La reconocí enseguida: Denise. Llevaba una torera negra y, en la mano, una orquídea.

—Era Denise, la hija de Coudreuse… Ya ve, una chiquilla guapa… Trabajó de modelo… La conocí cuando era una cría…

La portada de la revista estaba manchada y la cruzaban unas tiras de celo.

—Yo siempre la vuelvo a ver cuando venía a buscar los Laurens…

—¿No era… modista?

—No, me parece que no.

—¿Y de verdad que no sabe qué ha sido de ella?

—No.

—¿No tiene la dirección de su madre en Amberes?

Negaba con la cabeza. Parecía consternado.

—Todo eso se acabó ya, hombre…

¿Por qué?

—¿No querrá prestarme este periódico? —le pregunté.

—Sí, hombre, sí, pero tiene que prometerme que me lo devolverá.

—Se lo prometo.

—No quiero quedarme sin él. Es como un recuerdo de familia.

—¿A qué hora venía a buscar los cigarrillos?

—A las ocho menos cuarto siempre. Antes de irse al colegio.

—¿A qué colegio?

—El de la calle de Jenner. A veces la llevábamos su padre y yo.

Alargué la mano hacia la revista, la cogí deprisa y tiré de ella con el corazón acelerado. Porque podía cambiar de opinión y no dármela.

—Gracias. Se la traeré mañana.

—Sin falta ¿eh?

Me miraba con expresión suspicaz.

—Pero ¿a qué viene ese interés? ¿Es usted de la familia?

—Sí.

No podía por menos de mirar la portada de la revista. Denise parecía algo más joven que en las fotos que ya tenía. Llevaba pendientes y unas ramas de helechos más altas que la orquídea le tapaban el cuello a medias. En segundo plano, había un ángel de madera tallada. Y abajo, en la esquina izquierda de la fotografía, estas palabras, cuyos caracteres diminutos y rojos destacaban mucho sobre la torera negra: «Foto Jean-Michel Mansoure».

—¿Quiere beber algo? —me preguntó.

—No, gracias.

—Entonces lo invito al café.

—Todo un detalle.

Me puse de pie, con la revista en la mano. Fue andando delante de mí y me abrió paso entre los clientes, cada vez había más agolpados en la barra. Les decía algo en flamenco. Tardamos mucho en llegar a la puerta acristalada. La abrió y se secó la nariz.

—Que no se le olvide devolvérmela, ¿eh? —me dijo, señalando la revista.

Cerró la puerta acristalada y me acompañó hasta la acera.

—Mire… Vivían ahí arriba…, en el segundo…

Las ventanas estaban encendidas. Al fondo de una de las habitaciones, divisaba un armario de madera oscura.

—Hay otros inquilinos…

—Cuando cenaba usted con ellos, ¿en qué habitación era?

—Aquélla…, la de la izquierda…

Y me señalaba la ventana.

—¿Y el cuarto de Denise?

—Daba del otro lado… Al patio…

Estaba absorto, a mi lado. Acabé por tenderle la mano.

—Adiós. Le traeré el periódico.

—Adiós.

Me miraba, apoyando la cara grande y roja contra los cristales. El humo de las pipas y de los cigarrillos sumía a los clientes de la barra en una niebla amarilla y aquella cara grande y roja se veía cada vez más desenfocada por el vaho que su propio aliento depositaba en el cristal.

Era de noche. La hora en que Denise volvía del colegio, si es que se quedaba al estudio de la tarde. ¿Por qué camino venía? ¿Por la derecha o por la izquierda? Se me había olvidado preguntárselo al dueño del café. En aquella época había menos tráfico y las frondas de los plátanos formaban una bóveda encima del muelle de Austerlitz. La estación propiamente dicha, más allá, parecía desde luego la de una ciudad del sudoeste. Más allá aún, el Jardín Botánico y la sombra y el silencio densos del Mercado Central de Vinos acrecentaban la tranquilidad del barrio.

Entré en el edificio y encendí el automático de la luz. Un pasillo con baldosines viejos de rombos negros y grises. Un felpudo de hierro. En la pared amarilla, unos buzones. Y seguía ese mismo olor a manteca de cerdo.

Si cerrase los ojos, pensaba, si me concentrase apoyándome los dedos de la mano en la frente, a lo mejor conseguía oír, desde muy lejos, el golpeteo de sus sandalias en las escaleras.