A quien gire a la izquierda lo que le chocará es el silencio y el vacío de ese tramo de la calle de Cambacérès. Ni un automóvil. Pasé delante de un hotel y me deslumbró la vista una araña cuyos cristales relucían en el pasillo de entrada. Hacía sol.
El 10 bis es un edificio estrecho de cuatro pisos. Unas ventanas altas en el primero. Hay un guardia de plantón en la acera de enfrente.
Una de las hojas de la puerta del edificio estaba abierta y el automático de la escalera encendido. Un portal largo con paredes grises. Al fondo, una puerta con cristalitos cuadrados que me cuesta abrir por el blunt[2]. Unas escaleras sin alfombrar llevan a los pisos.
Me detuve ante la puerta del primero. Había tomado la decisión de preguntar a los inquilinos de cada piso si en algún momento habían tenido el teléfono ANJou 15-28 y notaba un nudo en la garganta porque me daba cuenta de que era una gestión muy rara. En la puerta, una placa de cobre, en la que leí: HÉLÈNE PILGRAM.
Un timbre de sonido flojo y tan gastado que sólo se oía a intervalos. Lo apreté con el índice todo el rato que pude. La puerta se abrió a medias. El rostro de una mujer de pelo gris ceniza y corto apareció en la rendija.
—Señora… Ando buscando una información…
Me miraba fijamente con ojos muy claros. No era posible ponerle edad. ¿Treinta años? ¿Cincuenta?
—¿Tenía usted antes un número de teléfono que era ANJou 15-28?
Frunció el ceño.
—Sí. ¿Por qué?
Abrió la puerta. Llevaba una bata masculina de seda negra.
—¿Por qué me pregunta eso?
—Porque… yo he vivido aquí.
Había salido al descansillo y me examinaba con insistencia. Abrió mucho los ojos.
—Pero… ¿no es usted… el señor… McEvoy?
—Sí —dije al buen tuntún.
—Entre.
Parecía realmente conmovida. Estábamos ambos, uno frente a otro, en medio de un recibidor con la tarima muy estropeada. Habían sustituido algunas tablas por trozos de linóleo.
—No ha cambiado usted gran cosa —me dijo, sonriéndome.
—Usted tampoco.
—¿Aún me recuerda?
—La recuerdo muy bien —le dije.
—Qué detalle…
Demoraba en mí una mirada suave.
—Venga…
Me precedió hasta una habitación muy alta de techo y muy espaciosa cuyas ventanas eran esas en que me había fijado desde la calle. Cubría a trechos la tarima, tan estropeada como la del vestíbulo, una alfombra de lana blanca. El sol de otoño que entraba por las ventanas alumbraba la habitación con una claridad ambarina.
—Siéntese…
Me indicó un banco largo, cubierto de almohadones de terciopelo, que estaba pegado a la pared. Se sentó a mi izquierda.
—Qué curioso resulta esto de volver a verlo de forma… tan brusca.
—Pasaba por el barrio —dije.
Me parecía más joven que cuando se asomó a la rendija de la puerta. Ni la mínima arruga en la comisura de los labios, ni alrededor de los ojos ni en la frente y aquel rostro liso contrastaba con el pelo blanco.
—Me da la impresión de que ha cambiado de color de pelo —me aventuré a decir.
—Claro que no…, se me puso el pelo blanco a los veinticinco años… Preferí dejarlo de su color…
Aparte del banco de terciopelo, no había muchos muebles. Una mesa rectangular pegada a la pared de enfrente. Un maniquí viejo entre las dos ventanas, cuyo torso cubría una tela sucia de color beige y cuya presencia insólita traía a la mente un taller de costura. Por lo demás, me llamó la atención, en una esquina de la habitación, una máquina de coser colocada encima de una mesa.
—¿Reconoce el piso? —me preguntó—. Ya ve…, hay cosas que he conservado…
Hizo con el brazo un ademán hacia el maniquí de modista.
—Todo esto lo dejó Denise…
¿Denise?
—No hay grandes cambios, desde luego… —dije.
—¿Y Denise? —me preguntó con tono impaciente—. ¿Qué ha sido de ella?
—Pues hace mucho que no la veo —dije.
—Ah…
Puso cara de decepción y asintió con la cabeza como si se diera cuenta de que no había que volver a mencionar a aquella «Denise». Por discreción.
—En realidad —dije—, ¿hacía mucho que conocía a Denise?
—Sí… La conocí por Léon…
—¿Léon?
—Léon Van Allen.
—Claro, claro —contesté, impresionado por el tono que había puesto, casi de reproche, cuando aquel nombre, «Léon», no me trajo a la mente en el acto al tal «Léon Van Allen».
—¿Y qué es de Léon Van Allen? —pregunté.
—Ah, pues… hace dos o tres años que no sé nada de él… Se fue a la Guayana holandesa, a Paramaribo… Abrió allí un centro de danza.
—¿De danza?
—Sí, antes de trabajar en la costura, Léon había sido bailarín… ¿No lo sabía?
—Sí, sí. Se me había olvidado.
Se echó hacia atrás para apoyar la espalda en la pared y volvió a atarse el cinturón de la bata.
—¿Y de usted qué ha sido?
—Ah…, pues yo…, nada de particular.
—¿Ya no trabaja en la legación de la República Dominicana?
—No.
—¿Se acuerda de cuando me propuso hacerme un pasaporte dominicano…? Decía usted que en la vida había que tomar precauciones y tener siempre varios pasaportes…
Aquel recuerdo la divertía. Soltó una risa breve.
—¿Cuándo supo por última vez de Denise? —le pregunté.
—Se fue usted con ella a Megève y Denise me mandó una notita desde allí. Y, luego, nada más.
Me clavaba una mirada interrogativa, pero lo más seguro era que no se atreviera a preguntarme directamente. ¿Quién era aquella Denise? ¿Había tenido un papel importante en mi vida?
—Figúrese —le dije— que hay momentos en que me da la impresión de que estoy completamente entre niebla… Tengo fallos de memoria… Temporadas de aplanamiento… Así que… al pasar por esta calle… me permití… subir… para intentar recuperar el… el…
Busqué en vano la palabra exacta, pero no tenía importancia alguna, porque ella me sonreía y esa sonrisa indicaba que mi proceder no le extrañaba.
—¿Para recuperar los buenos tiempos, quiere decir?
—Sí. Eso es. Los buenos tiempos…
Cogió una caja dorada de una mesita baja que estaba en uno de los extremos del sofá y la abrió. Estaba llena de cigarrillos.
—No, gracias —le dije.
—¿Ya no fuma? Son cigarrillos ingleses. Me acuerdo de que fumaba cigarrillos ingleses. Cada vez que venía aquí con Denise me traía una bolsa llena de cajetillas de cigarrillos ingleses…
—Anda, pues es verdad…
—Podía conseguir todas las que quisiera en la legación dominicana…
Alargué la mano hacia la caja dorada y cogí un cigarrillo con el pulgar y el índice. Me lo puse en la boca con aprensión. Ella me tendió el mechero tras haber encendido su propio cigarrillo. Tuve que hacer varios intentos hasta conseguir una llama. Aspiré. En el acto un picor muy doloroso me hizo toser.
—He perdido ya la costumbre —le dije.
No sabía cómo librarme de aquel cigarrillo y seguía sujetándolo entre el pulgar y el índice mientras se consumía.
—¿Así que ahora vive en este piso? —le dije.
—Sí. Cuando no volví a tener noticias de Denise me instalé aquí otra vez… Por lo demás, me había dicho antes de irse que podía volver a ocupar el piso…
—¿Antes de irse?
—Sí, claro… Antes de que se fuera con usted a Megève…
Se encogía de hombros como si aquello hubiera debido resultarme evidente.
—Tengo la impresión de que viví muy poco tiempo en este piso…
—Vivió en él unos cuantos meses con Denise…
—¿Y usted vivía aquí antes que nosotros?
Me miró, estupefacta.
—Por supuesto… Era mi piso… Se lo presté a Denise porque tenía que irme de París…
—Disculpe… Estaba distraído.
—Esta casa le resultaba práctica a Denise… Tenía sitio para instalar un taller de costura…
¿Una modista?
—Me pregunto por qué nos fuimos de este piso —dije.
—Yo también…
Otra vez aquella mirada interrogativa. Pero ¿qué podía explicarle yo? Estaba menos enterado que ella. No sabía nada de todo aquello. Acabé por dejar en el cenicero la colilla consumida que me quemaba los dedos.
—¿Nos habíamos visto antes de que viniéramos a vivir aquí? —me atreví a preguntar tímidamente.
—Sí, dos o tres veces. En su hotel…
—¿Qué hotel?
—En la calle de Cambon. El Hotel Castille. ¿Se acuerda de la habitación verde que tenía con Denise?
—Sí.
—Se fue del Hotel Castille porque allí no se sentía seguro… Era eso, ¿no?
—Sí.
—La verdad es que era una época peculiar…
—¿Qué época?
No contestó y encendió otro cigarrillo.
—Me gustaría enseñarle unas cuantas fotos —le dije.
Me saqué del bolsillo interior de la chaqueta un sobre del que ya no me separaba nunca y en donde había metido todas las fotos. Le enseñé la de Freddie Howard de Luz, Gay Orlow, la joven desconocida y yo, tomada en el «comedor de verano».
—¿Me reconoce?
Se había dado la vuelta para mirar la foto a la luz del sol.
—Está con Denise, pero no conozco a los otros dos…
Así que era Denise.
—¿No conocía a Freddie Howard de Luz?
—No.
—¿Ni a Gay Orlow?
—No.
Está visto que la gente tiene vidas compartimentadas y sus amigos se desconocen entre sí. Es una pena.
—Tengo otras dos fotos de ella.
Le alargué la minúscula foto de carnet y la otra en que estaba acodada en la balaustrada.
—Esta foto ya la conocía —me dijo—. Me parece incluso que me la mandó desde Megève… Pero ya no recuerdo dónde la he metido.
Le tomé la foto de las manos y la miré atentamente. Megève. Detrás de Denise había una ventanita con un postigo de madera. Sí, el postigo y la balaustrada podrían haber sido de un chalet en la montaña.
—Ese viaje a Megève fue desde luego una idea muy rara —dije de repente—. ¿Le comentó Denise lo que opinaba?
Ella estaba mirando la foto pequeña de carnet. Yo esperaba, con el corazón palpitante, que tuviera a bien contestarme.
Alzó la cabeza.
—Sí… Algo me dijo… Me contaba que Megève era un lugar seguro… Y que siempre les quedaría la posibilidad de cruzar la frontera.
—Sí…, claro…
No me atrevía a especular más. ¿Por qué soy tan tímido y tan medroso cuando llega el momento de sacar a colación los temas que me importan? Pero ella también, se lo notaba en la mirada, habría querido que yo le diera unas cuantas explicaciones. Los dos estábamos callados. Por fin, se decidió:
—Pero ¿qué pasó en Megève?
Me lo preguntaba con tono tan acuciante que, por primera vez, noté que me invadía el desaliento; y, aún más que el desaliento, esa desesperación que se apodera de nosotros cuando nos damos cuenta de que, pese a nuestros esfuerzos, nuestros méritos y toda nuestra buena voluntad, nos topamos con un obstáculo insalvable.
—Ya se lo explicaré… Otro día…
Debía de tener un toque extraviado en la voz o en la expresión de la cara, porque me apretó el brazo como para consolarme y me dijo:
—Perdóneme por hacerle preguntas indiscretas… Pero… yo era amiga de Denise…
—Lo comprendo…
Se había levantado.
—Espéreme un instante…
Salió de la habitación. Yo miraba, a mis pies, los charcos de luz que formaban los rayos del sol en la alfombra de lana blanca. Luego, las tablas de la tarima, y la mesa rectangular, y el maniquí viejo que había sido de «Denise». ¿Será posible que acabe uno por no reconocer un sitio en el que ha vivido?
Volvía con algo en la mano. Dos libros. Una agenda.
—A Denise se le olvidó llevarse esto cuando se fue… Tenga, se lo doy…
Me sorprendía que no hubiera metido esos recuerdos en una caja, igual que Stioppa de Djagoriew y el ex jardinero de la madre de Freddie. En resumidas cuentas, era la primera vez, durante aquella investigación mía, en que no me daban una caja. Me hizo reír ese pensamiento.
—¿Qué le hace gracia?
—Nada.
Miraba las tapas de los libros. En una, la cara de un chino con bigote y sombrero hongo asomaba entre una bruma azul. Un título: Charlie Chan. La otra tapa era amarilla y, en la parte de abajo, me llamó la atención un antifaz en que estaba pinchada una pluma de ganso. El libro se llamaba Anónimos.
—La de novelas policíacas que leía Denise —me dijo—. También está esto…
Y me alargó una agendita de cocodrilo.
—Gracias.
La abrí y la hojeé. No había nada escrito: ni nombres ni citas. En la agenda venían los días y los meses, pero no el año. Acabé por descubrir, entre las páginas, un papel que desdoblé:
República Francesa
Prefectura del departamento del Sena
Extracto del registro de partidas de nacimiento del distrito XIII de París
Año 1917
21 de diciembre de mil novecientos diecisiete
Nacimiento a las quince horas en el 19 del muelle de Austerlitz de Denise Yvette Coudreuse, mujer, hija de Paul Coudreuse, y de Henriette Bogaerts, sus labores, domiciliados en la dirección antedicha
Contrajo matrimonio el 3 de abril de 1939 en París (distrito XVII) con Jimmy Pedro Stern.
Extracto certificado.
París, a dieciséis de junio de 1939
—¿Ha visto esto? —dije.
Lanzó una mirada sorprendida a aquella partida de nacimiento.
—¿Conoció a su marido? ¿A ese… Jimmy Pedro Stern?
—Denise no me dijo nunca que estuviera casada… ¿Usted lo sabía?
—No.
Me metí la agenda y la partida de nacimiento en el bolsillo interior de la chaqueta, junto con el sobre en el que estaban las fotos y, no sé por qué, me cruzó una idea por la cabeza: la de ocultar dentro del forro, en cuanto me fuera posible, todos estos tesoros.
—Gracias por haberme dado estos recuerdos.
—No hay de qué, señor McEvoy.
Me supuso un alivio que repitiera mi apellido porque no lo había oído demasiado bien cuando lo dijo la primera vez. Me hubiera gustado apuntarlo allí mismo, en el acto, pero no estaba seguro de cómo se escribía.
—Me gusta cómo pronuncia usted mi apellido —le dije—. Resulta difícil para una francesa… Pero ¿cómo lo escribe? Todo el mundo lo escribe mal…
Lo dije con tono travieso. Sonrió.
—M… C… E mayúscula, V… O… Y —deletreó.
—¿En una sola palabra? ¿Está segura?
—Completamente segura —me dijo como si estuviese desactivando una trampa que le tendía yo.
Así que era McEvoy.
—Bravo —le dije.
—Nunca hago faltas de ortografía.
—Pedro McEvoy… Menudo nombre raro el mío, ¿no le parece? Aún me cuesta acostumbrarme a veces.
—Tome…, se me iba a olvidar esto —me dijo.
Se sacó un sobre del bolsillo.
—Es lo último que supe de Denise…
Desdoblé la hoja de papel y leí:
Megève, 14 de febrero
Querida Hélène:
Ya está decidido. Pedro y yo cruzamos mañana la frontera. Cuando lleguemos, te enviaré noticias lo antes posible.
Entretanto, aquí tienes el número de teléfono de París de alguien por cuya mediación podemos escribirnos:
OLEG DE WRÉDÉ AUTeuil 54-73.
Besos,
Denise
—¿Y llamó?
—Sí, pero me decían siempre que ese señor no estaba.
—¿Quién era el tal… Wrédé?
—No lo sé. Denise no me lo había mencionado nunca…
El sol, poco a poco, se había ido marchando de la habitación. Hélène encendió la lamparita de la mesa baja, en el otro extremó del sofá.
—Me gustaría volver a ver el cuarto donde dormía —le dije.
—Por supuesto.
Recorrimos un pasillo y abrió una puerta, a la derecha.
—Aquí está —me dijo—. Yo ya no uso este cuarto… Duermo en la habitación de invitados… Ya sabe…, la que da al patio.
Me quedé parado en el marco de la puerta. Había aún bastante luz diurna. De ambos lados de la ventana colgaban unas cortinas de color granate. Un papel pintado con motivos azul pálido cubría las paredes.
—¿Lo reconoce? —me preguntó.
—Sí.
Pegado a la pared del fondo, un somier. Fui a sentarme al filo de ese somier.
—¿Puedo quedarme a solas unos minutos?
—Claro.
—Me recordará «los buenos tiempos»…
Me lanzó una mirada triste y cabeceó.
—Voy a preparar un poco de té…
También en esta habitación estaba deteriorada la tarima y faltaban tablas, pero no habían tapado los agujeros. En la pared frontera a la ventana, una chimenea de mármol blanco y, encima, un espejo cuyo marco dorado recargaba, en las cuatro esquinas, un adorno en forma de concha. Me tendí, cruzado, encima del somier, y clavé la mirada en el techo y, luego, en los motivos del papel pintado. Pegué casi la frente a la pared para distinguir mejor los detalles. Escenas campestres. Muchachas con peluca subidas en columpios. Pastores con calzones fruncidos que tocaban la mandolina. Bosquecillos al claro de luna. Todo aquello no me traía recuerdo alguno y, sin embargo, aquellos dibujos debían de haberme resultado familiares cuando dormía en aquella cama. Busqué en el techo, en las paredes y por la zona de la puerta algún indicio, cualquier rastro, sin saber muy bien qué. Pero nada me llamaba la atención.
Me levante y me acerqué a la ventana. Miré hacia abajo.
La calle estaba desierta y más oscura que cuando había entrado en el edificio. El guardia seguía de plantón en la acera de enfrente. A la izquierda, si agachaba la cabeza, veía una plaza, también desierta, con más guardias de plantón. Era como si las ventanas de todos aquellos edificios absorbiesen la oscuridad que iba cayendo poco a poco. Eran ventanas oscuras y se notaba que nadie vivía por esta zona.
Entonces me saltó por dentro un resorte. Las vistas desde aquella habitación me provocaban una sensación de inquietud, una aprensión que ya había sentido antes. Aquellas fachadas, aquella calle desierta, aquellas siluetas de plantón en el crepúsculo me turbaban de la misma forma insidiosa que una canción o un perfume antaño familiares. Y estaba seguro de que muchas veces, a esta misma hora, había estado allí inmóvil, al acecho, sin hacer el mínimo gesto y sin atreverme siquiera a encender una lámpara.
Cuando regresé al salón, creí que ya no había nadie, pero Hélène se había echado en el banco de terciopelo. Estaba dormida. Me acerqué despacio y me acomodé en la otra punta del banco. En el centro de la alfombra de lana blanca, una bandeja con una tetera y dos tazas. Carraspeé. No se despertaba. Entonces puse té en las dos tazas. Estaba frío.
La lámpara, junto al banco, dejaba en sombra toda una zona de la habitación y apenas si distinguía la mesa, el maniquí y la máquina de coser, aquellos objetos que «Denise» había dejado abandonados allí. ¿Cómo habían sido nuestras veladas en aquella habitación? ¿Cómo saberlo?
Bebía el té a sorbitos. Oía respirar a Hélène, de modo casi imperceptible, pero la habitación estaba tan silenciosa que el mínimo ruido, el mínimo cuchicheo habría destacado con una claridad inquietante. ¿Para qué despertarla? No podía contarme mucho. Dejé la taza encima de la alfombra de lana.
Hice crujir la tarima en el preciso instante en que salía de la habitación y enfilaba el pasillo.
A tientas busqué la puerta y, luego, el automático de la escalera. Cerré la puerta lo más despacio que pude. Nada más empujar la otra puerta de cristales para cruzar el portal de la casa volví a notar que saltaba aquello parecido a un resorte que había notado al mirar por la ventana del dormitorio. La luz del portal era un globo en el techo que esparcía una luz blanca. Me acostumbré gradualmente a aquella luz demasiado fuerte. Me quedé mirando las paredes grises y los cristales de la puerta, que relucían.
Cruzó por mí una impresión, como esos jirones fugitivos de sueño con los que intentamos hacernos al despertar para reconstruir el sueño entero. Me veía caminando por un París oscuro y empujando la puerta de aquel edificio de la calle de Cambacérès. Entonces se me quedaban de repente los ojos deslumbrados y ya no veía nada durante unos segundos de tanto como contrastaba aquella luz blanca del portal con la oscuridad de fuera.
¿A qué época se remontaba aquello? ¿A los tiempos en que me llamaba Pedro McEvoy y volvía aquí todas las noches? ¿Reconocía acaso el portal, el felpudo grande y rectangular, las paredes grises, el globo del techo que rodeaba un anillo de cobre? Detrás de los cristales de la puerta veía el arranque de las escaleras y me dieron ganas de subir despacio para volver a hacer los gestos que hacía y seguir mis antiguos itinerarios.
Creo que en los portales de los edificios se oyen aún los pasos de quienes tenían costumbre de cruzarlos y, luego, desaparecieron. Algo sigue vibrando después de que pasaran ellos, ondas cada vez más débiles, pero que captamos si estamos atentos. En el fondo, a lo mejor no había sido nunca aquel Pedro McEvoy, no era nada, pero había unas ondas que cruzaban por mí, ora lejanas, ora más fuertes, y todos aquellos ecos dispersos, que flotaban en el aire, cristalizaban y aparecía yo.