XI

Una estación pequeña y antigua, amarilla y gris, con parapetos de cemento calado a ambos lados, y detrás de esos parapetos, el andén en el que me bajé del ómnibus. La plaza de la estación habría estado desierta a no ser por un niño que patinaba bajo los árboles del terraplén.

Yo también jugué aquí, hace mucho, pensé. De verdad que aquella plaza tranquila me recordaba algo. ¿Venía mi abuelo Howard de Luz a buscarme al tren de París o era al revés? Las noches de verano iba a esperarlo al andén de la estación con mi abuela, de soltera Mabel Donahue.

Algo más allá, una carretera tan ancha como una nacional, pero por la que pasan muy pocos automóviles. Anduve a lo largo de un parque público que cercaban esos mismos parapetos de cemento que había visto en la plaza de la Gare.

Del otro lado de la carretera, unos cuantos comercios bajo una especie de soportales. Un cine. Luego, un hostal que ocultaban las frondas de los árboles, en la esquina de una avenida que subía en cuesta poco empinada. La tomé sin titubear, porque me había estudiado el plano de Valbreuse. Al final de aquella avenida flanqueada de árboles, una tapia y una verja con un letrero de madera podrida en el que pude leer, adivinando la mitad de las letras: ADMINISTRACIÓN DE FINCAS PÚBLICAS. Detrás de la verja, había una extensión de césped descuidado. Al fondo del todo, una edificación alargada, de ladrillo y piedra, de estilo Luis XIII. En el centro, resaltaba un pabellón con una planta más y, en cada extremo, completaban la fachada unos pabellones laterales que remataban unas cúpulas. Todas las contraventanas estaban cerradas.

Me embargó una sensación de desconsuelo: a lo mejor me hallaba ante la mansión en la que había pasado la infancia. Empujé la verja y se abrió sin dificultad. ¿Cuánto tiempo llevaba sin cruzar aquel umbral? A la derecha, me llamó la atención un edificio de ladrillo que debía de ser las caballerizas.

La hierba me llegaba a mitad de la pantorrilla e intenté cruzar la pradera de césped lo más deprisa que pude para acercarme a la mansión. Aquella edificación silenciosa me intrigaba. Temía descubrir que, tras la fachada, no quedaban ya más que hierbas altas y lienzos de pared caídos.

Alguien me llamaba y me volví. Allá lejos, ante el edificio de las caballerizas, un hombre movía el brazo. Se me estaba acercando y me quedé quieto y mirándolo, en medio de la pradera de césped que parecía una jungla. Un hombre bastante alto, robusto, vestido de pana verde.

—¿Qué desea?

Se había detenido a pocos pasos de mí. Moreno y con bigote.

—Querría informarme acerca del señor Howard de Luz.

Anduve hacia él. ¿Y si, a lo mejor, me reconocía? Siempre tengo esa esperanza y siempre me llevo un chasco.

—¿Qué señor Howard de Luz?

—Freddie…

Dije «Freddie» con voz alterada, como si fuera mi nombre el que estuviera pronunciando tras años de olvido.

El hombre abría ojos como platos.

—Freddie…

En ese preciso instante creí de verdad que me estaba llamando por mi nombre.

—¿Freddie? Pero si ya no está aquí…

No, no me había reconocido. Nadie me reconocía.

—¿Qué quiere exactamente?

—Querría saber qué ha sido de Freddie Howard de Luz.

Me miraba fijamente con ojos desconfiados, y se metió una mano en el bolsillo del pantalón, como si fuera a sacar un arma y amenazarme. Pero no. Se sacó del bolsillo un pañuelo con el que se secó la frente.

—¿Quién es usted?

—Conocí a Freddie en América hace mucho y me gustaría saber de él.

Al oír esa mentira, se le aclaró el rostro de repente.

—¿En América? ¿Conoció a Freddie en América?

La palabra «América» parecía sumirlo en un ensueño. Creo que podría haberme besado, de tan agradecido como me estaba por hacer conocido a Freddie «en América».

—¿En América? Entonces lo conoció cuando era el confidente de… de…

—De John Gilbert.

Había desaparecido cualquier desconfianza por su parte.

Incluso me cogió por la muñeca.

—Venga por aquí.

Me llevó hacia la izquierda, siguiendo la tapia, en donde la hierba estaba menos crecida y se intuía el trazado antiguo de un sendero.

—No sé nada de Freddie desde hace mucho —me dijo con voz seria.

El traje de pana verde estaba tazado hasta la trama en algunos sitios y llevaba parches de cuero cosidos en los hombros, los codos y las rodillas.

—¿Es usted americano?

—Sí.

—Freddie me mandó varias postales desde América.

—¿Las ha conservado?

—Pues claro.

Íbamos hacia la mansión.

—¿Nunca había venido por aquí? —me preguntó.

—Nunca.

—Entonces, ¿cómo ha sabido usted la dirección?

—Me la dio un primo de Freddie, Claude Howard de Luz.

—Ni idea de quién es.

Llegamos ante uno de los pabellones con cúpula que me habían llamado la atención a ambos lados de la fachada de la mansión. Le dimos la vuelta. Me señaló una puertecita.

—Es la única puerta por la que se puede entrar.

Giró una llave en la cerradura. Entramos. Me guió a través de una habitación a oscuras y vacía y, luego, por un corredor. Salimos a otra habitación con vidrieras de colores que le daban aspecto de capilla o de jardín de invierno.

—Era el comedor de verano —me dijo.

Ni un mueble, salvo un sofá viejo con el terciopelo rojo raído, en donde nos sentamos. Se sacó una pipa del bolsillo y la encendió plácidamente. Las vidrieras dejaban entrar la luz del día y le daban una tonalidad azul pálido.

Alcé la cabeza y me fijé en que el techo también era azul pálido, con unas cuantas manchas más claras: nubes. El hombre siguió la dirección de mi mirada.

—Fue Freddie quien pintó el techo y la pared.

La única pared de la habitación estaba pintada de verde y se veía en ella una palmera casi borrada. Yo intentaba imaginarme esta habitación en otros tiempos, cuando comíamos en ella. El techo, en donde pinté el cielo. La pared verde en donde quise, con esa palmera, añadir una nota tropical. Las vidrieras por las que nos caía en la cara una luz azulada. Pero ¿cómo eran aquellas caras?

—Es la única habitación en la que aún se puede entrar —me dijo—. Todas las puertas están precintadas.

—¿Por qué?

—La casa está embargada.

Esas palabras me dieron frío.

—Lo han embargado todo, pero a mí me han dejado aquí. ¿Hasta cuándo?

Le daba chupadas a la pipa y asentía con la cabeza.

—De vez en cuando viene algún individuo de las Fincas Públicas a pasar revista. Por lo visto no llegan a una decisión.

—¿Quiénes?

—Los de Fincas Públicas.

No entendía muy bien qué quería decir, pero me acordé de lo que ponía el letrero de madera podrida: «Administración de Fincas Públicas».

—¿Lleva mucho tiempo aquí?

—Huy, sí… Vine cuando se murió el señor Howard de Luz… El abuelo de Freddie… Me ocupaba del parque y le hacía de chófer a la señora… La abuela de Freddie…

—¿Y los padres de Freddie?

—Creo que murieron muy jóvenes. Lo criaron los abuelos.

Así que me habían criado mis abuelos. Después de morir mi abuelo vivíamos solos aquí, mi abuela, de soltera Mabel Donahue, aquel hombre y yo.

—¿Cómo se llama? —le pregunté.

—Robert.

—¿Cómo lo llamaba Freddie?

—Su abuela me llamaba Bob. Era americana. Freddie también me llamaba Bob.

El nombre aquel, Bob, no me recordaba nada. Pero, bien pensado, él tampoco me reconocía.

—Luego, la abuela se murió. Las cosas ya no iban demasiado bien que digamos desde el punto de vista financiero… El abuelo de Freddie dilapidó la fortuna de su mujer… Una fortuna americana muy grande…

Le daba calmosas chupadas a la pipa e hilillos de humo azul subían hacia el techo. Aquella habitación, con las grandes cristaleras y los dibujos de Freddie —¿los míos?— en la pared y en el techo le hacía seguramente las veces de refugio.

—Luego Freddie desapareció… Sin avisar… No sé qué pasó. Pero lo embargaron todo.

Otra vez esa palabra, «embargo», como una puerta con la que le dan a uno en las narices en el preciso momento en que se dispone a entrar por ella.

—Y llevo esperando desde entonces… Me pregunto qué piensan hacer conmigo… Porque no pueden ponerme de patitas en la calle.

—¿Dónde vive?

—En las antiguas caballerizas. El abuelo de Freddie las mandó acondicionar.

Me miraba, apretando la pipa con los dientes.

—¿Y usted? Cuénteme cómo conoció a Freddie en América.

—Uf, es una historia muy larga…

—¿No quiere que andemos un rato? Le voy a enseñar esta parte del parque.

—Con mucho gusto.

Abrió una puerta acristalada y bajamos unos cuantos peldaños de piedra. Teníamos delante una pradera de césped como la que había intentado cruzar para llegar a la mansión, pero aquí la hierba era mucho menos alta. Para mayor asombro mío, la parte trasera de la mansión no tenía nada que ver con la fachada: era de piedra gris. Tampoco el tejado era igual: de este lado, lo complicaban unos lienzos cortados y unos gabletes, de forma tal que aquella vivienda suntuosa, que tenía a primera vista la apariencia de un palacio Luis XIII, se parecía por detrás a uno de esos edificios de las ciudades balnearias de finales del siglo XIX de los que quedan aún escasas muestras en Biarritz.

—Intento que se conserve un poco todo este lado del parque —me dijo—. Pero a un hombre solo le resulta difícil.

Fuimos por un paseo de grava que bordeaba la pradera de césped. A la izquierda unas matas de la altura de un hombre estaban cuidadosamente recortadas. Me las indicó.

—El laberinto. Lo plantó el abuelo de Freddie. Lo cuido todo lo que puedo. Algo tiene que quedar como estaba antes.

Nos metimos en el «laberinto» por una de las entradas laterales y la bóveda de ramas nos hizo agacharnos. Se cruzaban varios paseos, había encrucijadas, rotondas, curvas en redondo o en ángulo recto, callejones sin salida, un cenador con un banco verde de madera… De niño, debí de jugar al escondite aquí con mi abuelo o con amigos de mi edad y en medio de aquel dédalo mágico que olía a aligustre y a pino pasé seguramente los mejores momentos de mi vida. Cuando salimos del laberinto, no pude por menos de decirle a mi guía:

—Qué curioso…, este laberinto me recuerda algo…

Pero al parecer no me oyó.

Al borde de la pradera de césped, un armazón viejo y oxidado del que colgaban dos columpios.

—Me permite…

Se sentó en uno de los columpios y volvió a encender la pipa. Yo me acomodé en el otro. El sol se estaba poniendo y arropaba en una luz tierna y anaranjada el césped y las matas del laberinto. Y esa misma luz moteaba la piedra gris de la mansión.

Escogí ese momento para alargarle la foto en que estábamos Gay Orlow, el anciano Giorgiadze y yo.

—¿Conoce a estas personas?

Estuvo mucho rato mirando la foto, sin quitarse la pipa de la boca.

—A ésta ya lo creo que la conocí…

Y apoyaba el dedo índice en la cara de Gay Orlow.

—La rusa…

Lo decía con tono soñador y divertido.

—Claro que conocía a la rusa, qué le voy a contar…

Soltó una carcajada breve.

—Freddie vino aquí muchas veces con ella en los últimos años… Menuda chica… Una rubia… Puedo decirle que empinaba bien el codo… ¿Usted la conocía?

—Sí —dije—. La vi con Freddie en América.

—¿Conoció a la rusa en América, eh?

—Sí.

—Ella podría decirle dónde está Freddie ahora mismo… Debería preguntarle…

—¿Y este individuo moreno que está al lado de la rusa?

Se inclinó algo más sobre la foto y la examinó detenidamente. Me latía el corazón con fuerza.

—Sí, claro… También lo conocí… Espere… Sí, claro… Era un amigo de Freddie… Venía aquí con Freddie, con la rusa y con otra chica… Creo que era un sudamericano, o algo así…

—¿No cree que se me parece?

—Sí… ¿Por qué no? —me dijo sin convicción.

Bueno, ya estaba claro, no me llamaba Freddie Howard de Luz. Miré la pradera de hierbas altas cuyo borde bañaban ahora los rayos del sol poniente. Nunca me había paseado por esa pradera del brazo de una abuela americana. Nunca había jugado de niño en el «laberinto». Aquel armazón oxidado con sus columpios no se colocó para mí. Qué lástima.

—¿Sudamericano dice usted?

—Sí… Pero hablaba el francés como usted y como yo…

—¿Y lo vio mucho por aquí?

—Varias veces.

—¿Cómo sabía usted que era sudamericano?

—Porque un día fui a buscarlo a París en automóvil para traerlo aquí. Quedamos en el sitio en donde trabajaba… En una embajada de América del Sur.

—¿Qué embajada?

—Huy, eso ya es mucho pedirme…

Tenía que hacerme a ese cambio. No era el retoño de una familia cuyo nombre aparecía en unos cuantos tomos viejos del Bottin mondain e incluso en el anuario del año, sino un sudamericano cuyas huellas iban a ser mucho más difíciles de encontrar.

—Me parece que era un amigo de infancia de Freddie…

—¿Venía aquí con una mujer?

—Sí. Dos o tres veces. Una francesa. Con la rusa y con Freddie. Venían los cuatro. Después de morirse la abuela.

Se puso de pie.

—¿No quiere que volvamos? Empieza a hacer frío…

Ya era casi de noche y regresamos al «comedor de verano».

—Era la habitación preferida de Freddie… Se quedaban aquí hasta muy tarde por la noche, él, la rusa, el sudamericano y la otra chica…

El sofá no era ya sino una mancha suave y en el techo las sombras se recortaban en forma de rejillas y de rombos. Yo intentaba en vano captar el eco de mis antiguas veladas.

—Pusieron aquí un billar… Era sobre todo la amiguita del sudamericano la que jugaba al billar… Siempre ganaba. Puedo decírselo porque jugué varias partidas con ella… Mire, ahí sigue el billar…

Tiró de mí hacia un pasillo oscuro, encendió una linterna y desembocamos en un vestíbulo enlosado del que arrancaban unas escaleras monumentales.

—La entrada principal…

Vi, efectivamente, bajo el arranque de las escaleras, una mesa de billar. La enfocó con la linterna. Una bola blanca en el centro, como si la partida se hubiera interrumpido y fuera a reanudarse de un momento a otro. Y como si alguien, Gay Orlow, o yo, o Freddy, o aquella misteriosa francesa que venía aquí conmigo, o Bob, se estuviera ya inclinando para apuntar.

—Ya ve, ahí sigue el billar.

Hizo con la linterna un barrido de las escaleras monumentales.

—No sirve de nada subir a los pisos… Lo tienen todo precintado…

Pensé que Freddie tenía un cuarto allá arriba. Primero un cuarto de niño y, luego, un cuarto de muchacho, con estanterías de libros, fotos pegadas en las paredes y —¿quién sabe?— en una de ellas estábamos los cuatro, o los dos, Freddie y yo, enlazados. Bob se apoyó en el billar para volver a encender la pipa. Yo no podía por menos de contemplar aquellas escaleras principales que no servía de nada subir puesto que, allá arriba, todo estaba «precintado».

Salimos por la puertecita lateral y volvió a cerrarla con dos vueltas de llave. Era de noche.

—Tengo que coger el tren de París —dije.

—Venga conmigo.

Me apretaba el brazo y me guiaba, siguiendo la tapia. Llegamos ante las antiguas caballerizas. Abrió una puerta acristalada y encendió una lámpara de petróleo.

—Hace mucho que cortaron la luz. Pero se les olvidó cortar el agua…

Estábamos en una habitación en cuyo centro había una mesa de madera oscura y unas sillas de mimbre. En las paredes, platos de loza y fuentes de cobre. Una cabeza de jabalí disecada encima de la ventana.

—Voy a hacerle un regalo.

Se fue hacia un arcón que estaba al fondo de la habitación y lo abrió. Sacó una caja que puso encima de la mesa y en cuya tapa se leía la inscripción siguiente: «Biscuits Lefevbre Utile — Nantes». Luego se me plantó delante.

—Usted era amigo de Freddie, ¿verdad? —dijo con voz conmovida.

—Sí.

—Bueno, pues le voy a dar esto…

Me señalaba la caja.

—Son recuerdos de Freddie… Cositas que he podido ir salvando cuando vinieron a embargar esto…

Estaba emocionado de verdad. Creo incluso que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Lo quería mucho… Lo conocí de muy jovencito… Era un soñador. Me decía siempre que se iba a comprar un velero… Me decía: «Bob, tú serás mi segundo de a bordo…» Sabe Dios dónde andará ahora…, si es que sigue vivo…

—Aparecerá —le dije.

—Su abuela lo mimó demasiado, sabe…

Cogió la caja y me la alargó. Me acordaba de Stioppa de Djagoriew y de la caja roja que también él me había dado. Estaba claro que todo se quedaba en cajas viejas de bombones o de galletas. O de puros.

—Gracias.

—Lo acompaño al tren.

Íbamos por un camino forestal y enfocaba con la linterna el trecho que teníamos por delante. ¿No se estaba confundiendo de camino? Me daba la impresión de que nos internábamos en lo hondo del bosque.

—Estoy intentando recordar el nombre del amigo de Freddie. Ése que me ha señalado usted en la foto… El sudamericano…

Cruzábamos un claro cuyas hierbas se tornaban fosforescentes con la luna. A lo lejos, un bosquecillo de pinos piñoneros. Bob había apagado la linterna porque se veía casi como en pleno día.

—Aquí era donde montaba a caballo Freddie con otro amigo que tenía… Un jockey… ¿Nunca le habló de ese jockey?

—Nunca.

—No me acuerdo ya de cómo se llamaba… Y eso que fue famoso… Fue el jockey del abuelo de Freddie cuando el viejo tenía una cuadra de carreras…

—¿El sudamericano conocía también al jockey?

—Pues claro. Venían juntos aquí. El jockey jugaba al billar con los demás… Me parece incluso que fue él quien le presentó la rusa a Freddie…

Temía que no se me quedasen en la cabeza tantos detalles. Habría tenido que apuntarlos en el acto en una libretita.

El camino iba cuesta arriba, una cuesta poco empinada, y me costaba andar porque la capa de hojas secas era gruesa.

—¿Y del nombre del sudamericano se acuerda?

—Espere…, espere…, me acordaré…

Yo apretaba la caja de galletas contra la cadera y estaba impaciente por saber qué había dentro. A lo mejor hallaba en ella algunas respuestas a las preguntas que me hacía. Mi nombre. O el del jockey, por ejemplo.

Estábamos al borde de un talud y bastaba con bajar por él para llegar a la plaza de la Gare. La estación parecía desierta, con su vestíbulo que relumbraba de luces de neón. Un ciclista cruzaba despacio la plaza y se detuvo delante.

—Espere…, se llamaba…, se llamaba… Pedro.

Estábamos de pie en lo alto del talud. Bob había vuelto a sacar la pipa y la estaba limpiando con una herramienta pequeña y misteriosa. Me repetía a mí mismo ese nombre con el que me habían llamado durante toda una parte de mi vida y que les había evocado mi rostro a unas cuantas personas. Pedro.