La avenida bordea el hipódromo de Auteuil. A un lado, el camino para jinetes; al otro, edificios, construidos todos según el mismo modelo y que separan unas glorietas. Pasé por delante de esos cuarteles de lujo y me planté delante del número 25 de la avenida Maréchal-Lyautey, que fue en el que se suicidó Gay Orlow. ¿En qué piso? La portera habrá cambiado desde entonces, claro. ¿Quedará aún algún vecino del edificio que coincidiera con Gay Orlow en las escaleras o que cogiera el ascensor con ella? ¿O que me reconociera por haberme visto por aquí con frecuencia?
Algunas noches debí de subir las escaleras del número 25 de la avenida Maréchal-Lyautey con el corazón palpitante. Me estaba esperando ella. Sus ventanas daban al hipódromo. Haría raro, seguramente, ver las carreras desde allá arriba, ver los caballos y los jockeys, diminutos, avanzar como esas figuritas que desfilan de punta a punta de las barracas de tiro; y quien tumbe todos esos blancos ha ganado el premio gordo.
¿En qué lengua nos hablábamos? ¿En inglés? ¿Estaba tomada en ese piso la foto en que salía el anciano Giorgiadze? ¿Cómo estaba amueblado? ¿Qué podían decirse un tal Howard de Luz —¿yo?— de «familia noble» y «confidente de John Gilbert» y una ex bailarina nacida en Moscú que había conocido en Palm Island a Lucky Luciano?
Qué gente tan peculiar. De esa que no deja a su paso sino un vaho que enseguida se disipa. Hablábamos muchas veces Hutte y yo de esos seres cuyo rastro se pierde. Surgen un buen día de la nada y a la nada regresan tras haber brillado con unas cuantas lentejuelas. Reinas de belleza. Gigolós. Mariposas. La mayoría no tenían, ni siquiera en vida, mayor consistencia que un vapor que nunca habrá de condensarse. Hutte me citaba, por ejemplo, a un individuo a quien llamaba «el hombre de las playas». Aquel hombre se había pasado cuarenta años de su vida en playas o al borde de piscinas, charlando amablemente con veraneantes u ociosos acaudalados. En las esquinas y en los segundos planos de miles de fotos de vacaciones aparece en traje de baño en medio de alegres grupos, pero nadie podría decir ni cómo se llamaba ni por qué estaba ahí. Y nadie se fijó en que un día desapareció de las fotos. No me atrevía a decírselo a Hutte, pero creí que «el hombre de las playas» era yo. Por lo demás, no se habría extrañado si se lo hubiera confesado. Hutte repetía siempre que, en el fondo, todos somos «hombres de las playas» y que «en la arena —cito sus propias palabras— no dura más que unos segundos la huella de nuestros pasos».
Una de las fachadas de edificio estaba al borde de una glorieta que parecía abandonada. Un grupo grande de árboles, unos matorrales, un trozo de césped que no habían segado hacía mucho. Un niño jugaba solo, tranquilamente, delante del montón de arena, en aquella tarde soleada que estaba acabando. Me senté cerca del césped y alcé la cabeza hacia el edificio, preguntándome si las ventanas de Gay Orlow no darían de este lado.