Eran las seis menos cuarto. Le propuse al taxista que me esperase en una callecita, la calle de Charles-Marie-Widor, y fui por ella a pie hasta la calle de Claude-Lorrain, en donde estaba la iglesia rusa.
Un pabellón de un piso en cuyas ventanas había visillos de gasa. A la derecha, un paseo muy largo. Me aposté en la acera de enfrente.
Lo primero que vi fueron dos mujeres que se detuvieron delante de la puerta del pabellón. Una era morena con el pelo corto y un chal de lana negra; la otra, una rubia muy maquillada, lucía un sombrero gris con la misma forma que los de los mosqueteros. Las oí hablar en francés.
De un taxi se estaba bajando trabajosamente un anciano corpulento, completamente calvo y con unas bolsas abultadas bajo los ojos rasgados de mogol. Se metió por el paseo.
A la izquierda, procedente de la calle de Boileau, se me acercaba un grupo de cinco personas. Delante, iban dos mujeres maduras que sostenían por los brazos a un anciano, un anciano tan blanco y tan frágil que parecía de escayola reseca. Detrás venían dos hombres que se parecían, padre e hijo seguramente, los dos con trajes grises de rayas, de corte elegante; el padre tenía pinta de guaperas; el hijo era de pelo rubio y ondulado. En ese mismo instante, frenó un automóvil a la altura del grupo y bajó otro anciano, tieso y ágil, envuelto en una capa loden y con el pelo gris a cepillo. Tenía porte de militar. ¿Sería Stioppa?
Iban entrando todos en la iglesia por una puerta lateral, al fondo del paseo. Me habría gustado seguirlos, pero mi presencia entre ellos les habría llamado la atención. Notaba una angustia cada vez mayor al pensar que corría el riesgo de no identificar a Stioppa.
Acababa de aparcar un automóvil algo más allá, a la derecha. Salieron dos hombres y, luego, una mujer. Uno de los hombres era muy alto y llevaba un gabán azul marino. Crucé la calle y los esperé.
Se acercan, se acercan. Me da la impresión de que el hombre alto se me queda mirando antes de meterse por el paseo con las otras dos personas. Tras las ventanas con vidrieras que dan a la avenida, arden unos cirios. El hombre se agacha para entrar por la puerta, que le resulta muy, muy baja; y tengo la certidumbre de que es Stioppa.
El motor del taxi estaba en marcha, pero ya no había nadie al volante. Una de las puertas estaba entornada, como si el conductor fuera a volver de un momento a otro. ¿Dónde podía estar? Miré en torno y decidí dar la vuelta a la manzana para buscarlo.
Lo encontré en un café muy próximo, en la calle de Chardon-Lagache. Estaba sentado a una mesa, ante una jarra de cerveza.
—¿Tiene usted aún para mucho rato? —me dijo.
—Pues… unos veinte minutos.
Un rubio de piel blanca, de mejillas gruesas y ojos azules y saltones. Creo que nunca había visto a un hombre que tuviera tan carnosos los lóbulos de las orejas.
—¿No le importa que deje el taxímetro en marcha?
—No me importa.
Sonrió con amabilidad.
—¿No tiene miedo de que le roben el taxi?
Se encogió de hombros.
—La verdad es que…
Pidió un bocadillo de chicharrones y se puso a comérselo concienzudamente clavando en mí una mirada apagada.
—¿Qué está usted esperando exactamente?
—Que salga alguien de la iglesia rusa que hay un poco más abajo.
—¿Es usted ruso?
—No.
—Vaya bobada…, debería haberle preguntado a qué hora acababa… Le habría salido más barato…
—Qué le vamos a hacer.
Pidió otra jarra de cerveza.
—¿Puede ir a comprarme un periódico? —me dijo.
Hizo ademán de sacar unas monedas del bolsillo, pero no le dejé.
—No se moleste…
—Gracias… Tráigame Le Hérisson. Muy agradecido, ¿eh?
Anduve dando vueltas un buen rato antes de encontrar un quiosco de periódicos en la avenida de Versailles. Le Hérisson era una publicación cuyo papel tenía un tono verde cremoso.
Lo leía con el ceño fruncido y volviendo las páginas tras humedecerse el índice con la lengua. Y yo miraba cómo aquel grandullón rubio de ojos azules y piel blanca leía ese periódico verde.
No me atrevía a interrumpirle la lectura. Por fin, miró su diminuto reloj de pulsera.
—Más vale que nos vayamos.
En la calle de Charles-Marie-Widor se puso al volante del taxi y le rogué que esperase. Fui otra vez a apostarme delante de la iglesia rusa, pero en la acera opuesta.
Nadie. A lo mejor ya se habían ido todos. En tal caso no tenía oportunidad alguna de volver a dar con el rastro de Stioppa de Djagoriew, porque aquel nombre no aparecía en la guía telefónica de París. Los cirios seguían ardiendo detrás de las vidrieras que daban al paseo. ¿Habría conocido yo acaso a aquella señora tan anciana por quien se estaba celebrando el oficio? Si tenía trato frecuente con Stioppa, era probable que me hubiera presentado a sus amigos y, seguramente, a esa Marie de Resen. Debía de ser mucho mayor que nosotros por aquel entonces.
La puerta por la que habían entrado y que daba paso a la capilla, esa puerta que yo no dejaba de vigilar, se abrió de pronto y apareció en su marco la mujer rubia con sombrero de mosquetero. Detrás iba la morena del chal negro. Luego, el padre y el hijo, con sus trajes grises de rayas, sosteniendo al anciano de escayola que hablaba con el hombre grueso y calvo con cara de mogol. Y éste se inclinaba y pegaba casi la oreja a la boca de su interlocutor: la voz del anciano de escayola no debía de ser seguramente sino un soplo. Detrás venían más personas. Yo acechaba a Stioppa, con el corazón palpitante.
Por fin salió, entre los últimos. La elevada estatura y el abrigo azul marino me permitían no perderlo de vista, porque había mucha gente, al menos cuarenta personas. La mayoría eran ya de cierta edad, pero me fijé en unas cuantas mujeres jóvenes e incluso en dos niños. Todos seguían en el paseo y charlaban entre sí.
Parecía el patio de recreo de un colegio de provincias. Habían sentado al anciano de tez de escayola en un banco e iban todos a saludarlo por turnos. ¿Quién sería? ¿Ese «Georges Sacher» que mencionaba la necrológica del periódico? ¿O algún antiguo alumno de la Escuela de Pajes? ¿Quizá él y la señora aquella, Marie de Resen, vivieron un breve idilio en San Petersburgo o a orillas del Mar Negro antes de que todo se derrumbara? También el calvo gordo de los ojos mogoles estaba muy solicitado. El padre y el hijo, con sus trajes grises de rayas, iban de grupo en grupo como dos bailarines mundanos van de mesa en mesa. Parecían muy pagados de sí mismos y el padre, de vez en cuando, se reía echando hacia atrás la cabeza, cosa que me parecía fuera de lugar.
En cuanto a Stioppa, estaba hablando muy serio con la mujer del sombrero gris de mosquetero. La cogía por el brazo y por el hombro con un ademán de respetuoso afecto. Debía de haber sido muy apuesto. Le calculaba unos setenta años. Tenía el rostro un poco abotagado y estaba un tanto calvo, pero la nariz de buen tamaño y el porte de la cabeza me parecían patricios. Al menos tal era la impresión que me daba desde lejos.
Corría el tiempo. Había transcurrido media hora casi y seguían charlando. Temía que alguno de ellos acabara por fijarse en mí, allí plantado en la acera. ¿Y el taxista? Volví a zancadas a la calle de Charles-Marie-Widor. El motor seguía en marcha y el taxista estaba sentado al volante, sumido en la lectura del periódico de color verde cremoso.
—¿Qué hay? —me preguntó.
—No lo sé —le dije—. A lo mejor tenemos que esperar otra hora.
—¿Su amigo no ha salido todavía de la iglesia?
—Sí, pero está de charla con otras personas.
—¿Y no puede decirle que venga?
—No.
Clavó en mí los ojos azules y saltones con expresión intranquila.
—No se preocupe —le dije.
—Es por usted…, no me queda más remedio que dejar el taxímetro en marcha.
Me volví a mi puesto, delante de la iglesia rusa.
Stioppa había avanzado unos cuantos metros. No estaba ya, efectivamente, al fondo del paseo, sino en la acera, en el centro de un grupo que formaban la mujer rubia con sombrero de mosquetero, la mujer morena del chal negro, el hombre calvo de ojos rasgados de mogol y otros dos hombres.
Esta vez crucé la calle y me coloqué a su lado, dándoles la espalda. Los sonidos acariciadores de las voces rusas me rodeaban y aquel timbre más grave, más metálico que los otros, ¿era el de la voz de Stioppa? Me volví. Le estaba dando un largo abrazo a la mujer rubia del sombrero de mosquetero, la zarandeaba casi, y se le crispaban los rasgos en un rictus doloroso. Luego abrazó de forma semejante al gordo calvo de ojos rasgados; y a los demás, por turno. Ha llegado el momento de irse, pensé. Fui corriendo hasta el taxi y me arrojé en el asiento de atrás.
—Rápido…, vaya recto…, delante de la iglesia rusa.
Stioppa seguía hablándoles.
—¿Qué hago? —me preguntó el taxista.
—¿Ve al individuo alto y de azul marino?
—Sí.
—Habrá que seguirlo si se marcha en automóvil.
El taxista se volvió y me miró fijamente con los ojos saltones.
—Oiga, señor, espero que no se trate de nada peligroso.
—No se preocupe —le dije.
Stioppa se estaba apartando del grupo; anduvo unos pocos pasos y, sin darse la vuelta, agitó el brazo. Los demás, inmóviles, lo miraban alejarse. La mujer del sombrero gris de mosquetero estaba algo destacada del grupo, sacando pecho como un mascarón de proa, y el viento le acariciaba suavemente la gran pluma del sombrero.
Stioppa tardó un rato en abrir la puerta de su automóvil. Me parece que se confundió de llave. Cuando estuvo sentado al volante, me incliné hacia el taxista.
—Siga al coche en el que se ha metido el individuo de azul marino.
Y deseaba no estarme lanzando tras una pista falsa, pues nada me indicaba en realidad que aquel hombre fuera efectivamente Stioppa de Djagoriew.