IV

Mr. Wells se quedó en silencio, respirando profundamente, y Amelia y yo permanecimos delante de él.

Finalmente, abandonó la posición que había adoptado y bajó las manos. Se despejó la garganta otra vez.

—Creo que no es momento de discursos —dijo, aparentemente desconcertado por la forma en que su elocuencia nos había enmudecido—. Para llegar al final de esto, primero debemos encontrar a los marcianos. Más adelante, me pondré en contacto con mi editor para ver si tiene interés en la edición de mis reflexiones sobre este tema.

Miré la ciudad silenciosa que se extendía a nuestro alrededor.

—¿No creerá usted, señor, que después de esto la vida en Londres volverá a la normalidad?

—A la normalidad no, Turnbull. ¡Esta guerra no es el fin sino el comienzo! La gente que huyó volverá; nuestras instituciones volverán a restablecerse. Hasta la estructura de la ciudad está intacta, en su mayor parte, y se la podrá reconstruir en poco tiempo. La tarea de reconstrucción no terminará con la reparación de las estructuras, porque la intromisión marciana ha servido para acrecentar nuestra inteligencia. Como les he dicho, eso lleva aparejados sus propios peligros, pero nos ocuparemos de ellos cuando surja la necesidad.

Amelia había estado mirando fijamente hacia los techos durante el transcurso de nuestra conversación y ahora señalaba hacia el Noroeste.

—¡Miren, Edward, Mr. Wells! ¡Creo que allá hay algunos pájaros!

Miramos en la dirección que ella nos indicaba y vimos una bandada de grandes pájaros que resaltaban, negros, contra el cielo brillante, girando y lanzándose velozmente hacia abajo. Parecían estar muy lejos.

—Vayamos a investigar —dijo Mr. Wells, calzándose las antiparras una vez más.

Volvimos a la Máquina del Espacio y en el momento en que íbamos a subir a ella oímos un sonido fuera de lugar en ese ambiente. Nos resultó tan familiar que todos reaccionamos al mismo tiempo: era el bramido de un marciano llamando, y su sonido de sirena llegaba como un eco, devuelto por los muros de los edificios que daban frente al río. Pero no era un grito de guerra, ni tampoco el llamado de caza. En cambio, tenía un acento de dolor y miedo, era un lamento extraño en una ciudad devastada.

El llamado tenía dos notas, una a continuación de la otra, repetidas sin cesar: «ulla, ulla, ulla, ulla…».