Hicimos nuestros preparativos a la mañana siguiente, y estuvimos listos para partir a una hora temprana.
Debo confesar que tenía tremendas dudas con respecto a toda la empresa, y pienso que Mr. Wells compartía algunas de mis aprensiones. Sólo Amelia parecía tener confianza en el plan, a tal punto que se ofreció a cumplir ella misma la tarea de apuntar las granadas de mano. Naturalmente, no quise saber nada de eso, pero continuó siendo la única de los tres que mostraba optimismo y confianza esa mañana. En realidad, se había levantado con las primeras luces del alba y había preparado sandwiches para todos nosotros, a fin de que no nos sintiéramos obligados a volver a la casa para almorzar. Además, había instalado algunas correas —fabricadas con cinturones de cuero— sobre los almohadones de la cama, con las cuales nos íbamos a sujetar.
Precisamente en el momento en que estábamos por partir, Amelia salió repentinamente del laboratorio, y Mr. Wells y yo nos quedamos mirándola. Volvió a los pocos momentos, esta vez con una valija de gran tamaño.
Observé la valija con interés, sin reconocerla en el primer momento.
Amelia la depositó en el piso y abrió la tapa. ¡Dentro de ella, envueltas con cuidado en papel de seda, estaban los tres pares de antiparras que yo había traído conmigo el día que vine a ver a Sir William!
Me alcanzó un par, con una leve sonrisa. Mr. Wells tomó el suyo al momento.
—Una excelente idea, Miss Fitzgibbon —dijo—. Nuestros ojos necesitarán protección si vamos a caer por el aire.
Amelia se puso el suyo antes de que partiéramos, y yo le ayudé con el cierre, asegurándome de que no se le enganchara en el cabello. Ella se ajustó las antiparras sobre la frente.
—Ahora estamos mejor equipados —dijo—, y se dirigió a la Máquina del Espacio.
La seguí, con mis antiparras en la mano, tratando de no demorarme en los recuerdos que volvían a mi mente.