—Hice todo lo que pude —dijo Mr. Wells, mientras observábamos el extraño artefacto que una vez había sido una cama—. Necesitamos más cristales; ya utilicé todos los que pude encontrar.
En ninguna parte de los planos de Sir William había habido siquiera un solo indicio acerca de la composición de los cristales. Por lo tanto, ya que no podía fabricar más, Mr. Wells había tenido que utilizar los que Sir William había dejado. Habíamos vaciado el laboratorio y desmantelado las cuatro bicicletas adaptadas que todavía se encontraban en el galpón, pero aun así Mr. Wells anunció que necesitábamos por lo menos una cantidad dos veces mayor de la sustancia cristalina, que la que teníamos disponible. Explicó que la velocidad de la máquina dependía de la energía que producían los cristales.
—Hemos llegado al momento más crítico —prosiguió Mr. Wells—. Tal como está ahora, la máquina es sólo un conjunto de circuitos y de piezas de metal. Como ustedes saben, una vez que se la activa debe permanecer atenuada continuamente, de modo que he tenido que incorporar una pieza equivalente al volante temporal de Sir William. Una vez que la máquina esté en funcionamiento, esa rueda debe girar continuamente para que no perdamos la máquina.
En ese momento señalaba nuestra instalación improvisada, que era la rueda de la pieza de artillería que había volado con la explosión. La habíamos colocado transversalmente en el frente de la cama.
Mr. Wells sacó de su bolsillo una pequeña libreta de apuntes forrada en cuero y miró una lista de instrucciones manuscritas que había compilado. Se la pasó a Amelia, y a medida que ella las leía, una por una, él inspeccionaba las diversas partes vitales del motor de la Máquina del Espacio. Finalmente, se manifestó satisfecho.
—Ahora debemos confiar en nuestra obra —dijo con suavidad, volviendo a guardar la libreta en su bolsillo. Sin ceremonia, colocó un grueso trozo de alambre junto al bastidor de hierro de la cama y lo aseguró en su lugar con un tornillo. Antes de haber terminado, Amelia y yo vimos que la rueda del cañón giraba lentamente.
Retrocedimos, sin atrevernos a pensar que nuestro trabajo había tenido éxito.
—Turnbull, por favor apoye una mano en el bastidor.
—¿Recibiré un choque eléctrico? —dije, preguntándome por qué razón no lo hacía él.
—Creo que no. No hay nada que temer.
Extendí la mano con cuidado; entonces, al cruzar mi mirada con la de Amelia y ver que ella se sonreía, actué con decisión y así el bastidor de metal. Al hacer contacto mis dedos, todo el artefacto se sacudió en forma visible y audible, tal como lo había hecho la Máquina del Tiempo de Sir William; la maciza cama de hierro se volvió tan ágil y flexible como un árbol joven.
Amelia extendió una mano, y luego hizo lo mismo Mr. Wells. Nos reímos en alta voz.
—¡Lo hizo, Mr. Wells! —dije—. ¡Hemos construido una Máquina del Espacio!
—Sí, pero todavía no la hemos probado. Tenemos que ver si la podemos manejar sin peligro.
—¡Entonces hagámoslo ahora mismo!