IV

Pasaron otros ocho días con una lentitud angustiosa, pero por fin vimos que la Máquina del Espacio tomaba forma.

El plan de Amelia había sido utilizar la estructura de una cama como base para la máquina, ya que ella proporcionaría la solidez necesaria y espacio para los pasajeros. En consecuencia, revisamos el ala de la servidumbre, que había sido dañada, y encontramos una cama de hierro de alrededor de un metro y medio de ancho. Aunque estaba sucia como consecuencia del incendio, nos tomó menos de una hora limpiarla. La llevamos al laboratorio y, bajo la dirección de Mr. Wells, comenzamos a conectarle diversas piezas que había fabricado. Gran parte de ese material estaba constituido por la sustancia cristalina, en tales cantidades que pronto se hizo evidente que necesitaríamos toda la que pudiéramos conseguir. Cuando Mr. Wells vio la rapidez con que se gastaban nuestras reservas de la sustancia misteriosa manifestó sus dudas, pero no obstante proseguimos con nuestro trabajo.

Sabiendo que nosotros mismos pretendíamos viajar en esta máquina, dejamos sitio suficiente para sentarnos en algún lugar, y pensando en eso aseguré almohadones en uno de los extremos de la cama.

Mientras nuestro trabajo secreto en el laboratorio proseguía, los marcianos, por su parte, no permanecían inactivos.

Nuestras esperanzas de que refuerzos militares podrían hacer frente a la invasión no habían tenido fundamento, ya que cada vez que veíamos una de las máquinas de guerra o un vehículo de superficie en el valle que se extendía debajo de nosotros, observábamos que se desplazaba arrogante y sin oposición. Los marcianos aparentemente estaban consolidando las posiciones que ocupaban, porque vimos gran cantidad de equipo que era trasladado a Londres desde los diversos fosos de aterrizaje de Surrey, y en repetidas ocasiones vimos grupos de cautivos conducidos como rebaños o transportados en uno de los vehículos de superficie con patas. La esclavitud había comenzado, y todo lo que habíamos temido estaba sucediendo.

Mientras tanto, la maleza escarlata continuaba proliferando: el valle del Támesis era una vasta extensión de rojo brillante, y casi no había quedado ningún árbol con vida sobre el lado de Richmond Hill. Brotes de esa maleza ya habían comenzado a invadir el césped que rodeaba la casa, y yo me había fijado como tarea cotidiana el cortarlos. En el lugar donde el césped se encontraba con la maleza se había formado un pantano cenagoso y resbaladizo.