III

Al día siguiente del descenso del décimo proyectil —éste, como los tres que lo habían precedido inmediatamente, había caído en algún lugar del centro de Londres— Mr. Wells me llamó al laboratorio y anunció que por fin había hecho un adelanto importante.

En el laboratorio se había restablecido el orden. Había sido limpiado y arreglado, y Amelia había colocado grandes cortinas de terciopelo cubriendo los vidrios de todas las ventanas, para que pudiéramos continuar trabajando después de la caída de la noche. Mr. Wells había estado en el laboratorio desde que se levantó y el aire estaba saturado con el agradable aroma del tabaco de su pipa.

—Eran los circuitos de los cristales lo que me tenía confundido —dijo, reclinándose cómodamente en una de las sillas que había traído del salón de fumar—. Como ven, hay algo en su constitución química que genera una, corriente continua de electricidad. El problema no ha sido lograr este efecto, sino aprovecharlo para producir el campo de atenuación. Permítanme mostrarles lo que quiero decir.

Amelia y él habían construido un pequeño aparato en el banco. Consistía en una pequeña rueda apoyada sobre una tira de metal. A ambos lados de la rueda habían fijado dos trozos pequeños de la sustancia cristalina. Mr. Wells había conectado varios trozos de alambre a los cristales, y los extremos desnudos de ellos descansaban en la superficie del banco.

—Ahora conectaré los cables que tengo aquí y verán lo que sucede. —Mr. Wells tomó más pedazos de alambre y los colocó haciendo contacto con los diversos extremos desnudos. Al cerrarse el último contacto, todos vimos con claridad que la pequeña rueda había comenzado a girar lentamente—. Como ven, con este circuito los cristales proporcionan fuerza motriz.

—¡Igual que las bicicletas! —dije.

 

Mr. Wells no sabía de qué estaba hablando yo, pero Amelia asintió con un enérgico movimiento de cabeza.

—Es cierto —dijo—. Pero en las bicicletas se usan más cristales porque el peso que se debe mover es mayor.

Mr. Wells desconectó el aparato, porque la rueda, al girar, se enganchaba con los alambres que estaban conectados a ella.

—Ahora, en cambio —dijo— si cierro el circuito de esta forma… —Se inclinó sobre su obra, observando primero los planos y luego el aparato—. Observen con cuidado, porque sospecho que veremos algo espectacular.

Ambos nos quedamos junto a él y observamos mientras conectaba un alambre tras otro. Pronto sólo quedó uno sin conectar.

—¡Ahora!

Mr. Wells unió los dos últimos alambres y en ese mismo instante todo el aparato —rueda, cristales y alambres— se esfumó de nuestra vista.

—¡Funciona! —exclamé entusiasmado, y Mr. Wells me miró con una amplia sonrisa.

—Así es como entramos en la dimensión atenuada —dijo—. Como ustedes saben, tan pronto como se conectan los cristales todo el aparato entra en atenuación. Al conectar el artefacto de esa forma, hice uso de la energía que reside en esa dimensión y mi pequeño experimento se ha perdido para siempre.

—Pero ¿dónde está?

—No puedo decirlo con seguridad, ya que sólo era un aparato experimental. Evidentemente, se está moviendo por el Espacio a una velocidad muy reducida, y continuará haciéndolo por siempre. No tiene importancia para nosotros, porque el secreto del viajar en la dimensión atenuada reside en la forma en que podamos controlarla. Esa será mi próxima tarea.

—¿Entonces cuánto tiempo pasará antes de que podamos construir una nueva máquina? —dije.

—Unos días más, creo.

—Debemos apresurarnos —dije—. Cada día que pasa los monstruos afianzan su dominio de nuestro mundo.

—Trabajo lo más rápido que puedo —dijo Mr. Wells sin resentimiento, y noté entonces las profundas ojeras que rodeaban sus ojos. A menudo se había quedado trabajando en el laboratorio largo tiempo después de que Amelia y yo nos retirábamos a dormir—. Necesitaremos un bastidor donde transportar el mecanismo y que sea suficientemente grande como para llevar pasajeros. Creo que Miss Fitzgibbon ya tiene alguna idea, y si ustedes dos se concentraran en ese trabajo nuestra tarea terminaría pronto.

—¿Pero será posible construir una nueva máquina?

—No veo razón para que no lo sea —dijo Mr. Wells—. Nosotros no tenemos ahora deseos de viajar al futuro; nuestra máquina no tiene por qué ser tan complicada como la de Sir William.