IV

Evidentemente, la casa había quedado cerrada después de la partida definitiva de Sir William en la Máquina del Tiempo, porque aunque todo estaba intacto y en su lugar (salvo lo que había sido dañado o destruido por la explosión y el incendio), los muebles habían sido cubiertos con fundas y los artículos de valor, guardados bajo llave en armarios. Mr. Wells y yo visitamos el guardarropas de Sir William y allí encontramos ropas suficientes como para vestirnos decentemente.

Poco tiempo después, oliendo levemente a naftalina, recorrimos la casa mientras Amelia preparaba una comida. Descubrimos que los criados habían limitado su limpieza a los sectores de la servidumbre de la casa, porque el laboratorio estaba tan abarrotado de piezas de máquinas como antes, y todo allí estaba sucio de polvo y había vidrios rotos por todas partes. La máquina de movimiento alternativo que generaba electricidad estaba en su lugar, aunque no nos atrevimos a ponerla en marcha por temor de atraer la atención de los marcianos.

Comimos nuestra comida en una habitación de la planta baja, situada en el lado opuesto al valle, y nos quedamos sentados a la luz de velas y con las cortinas corridas. Todo estaba en silencio fuera de la casa, pero ninguno de nosotros podía sentirse tranquilo sabiendo que en cualquier momento podían aparecer los marcianos.

Después, una vez satisfecho nuestro apetito y con la mente agradablemente relajada por una botella de vino, hablamos otra vez de lo absoluto de la victoria de los marcianos.

—Evidentemente, su objetivo es capturar Londres —dijo Mr. Wells—. Si no lo hacen durante esta noche, no habrá nada que les impida hacerlo por la mañana.

—¡Pero si dominan Londres dominarán al mundo entero! —dije.

—Eso es lo que temo. Por supuesto, a esta altura de los acontecimientos ya se comprende la índole de la amenaza, y me atrevería a decir que mientras nosotros hablamos las guarniciones del Norte deben estar moviéndose hacia el Sur. Si tendrán más suerte que los infortunados que vimos hoy en acción, sólo es cuestión de conjetura. Pero el Ejército Británico aprende pronto de sus errores, y quizá veamos algunas victorias. Lo que no sabemos, por supuesto, es qué pretenden ganar estos monstruos.

—Desean esclavizarnos —dije—. No pueden sobrevivir a menos que beban sangre humana.

Mr. Wells clavó su mirada en mí.

—¿Por qué dice eso, Turnbull?

Me quedé sin habla. Todos habíamos visto cómo los marcianos reunían a la gente, pero sólo Amelia y yo, por nuestro conocimiento exclusivo, podíamos saber qué les esperaba.

Amelia dijo:

—Creo que debemos decirle a Mr. Wells lo que sabemos, Edward.

—¿Conocen ustedes algo especial acerca de estos monstruos? —dijo Mr. Wells.

—Estuvimos… en el foso de Woking —dije.

—Yo también estuve allí, pero no vi beber sangre. Es una revelación asombrosa y, si puedo decirlo, bastante sensacional. ¿Ustedes hablan con conocimiento de causa?

—Con el conocimiento de la experiencia —dijo Amelia—. Hemos estado en Marte, Mr. Wells, aunque no puedo esperar que nos crea.

Con gran sorpresa para mí, nuestro nuevo amigo no pareció perturbado en absoluto por ese anuncio.

—Hace mucho que sospecho que en los otros planetas de nuestro Sistema Solar puede haber vida —dijo—. No me parece improbable que algún día visitemos esos mundos. Cuando superemos la atracción de la gravedad, viajaremos a la Luna con la misma facilidad con que ahora viajamos a Birmingham. —Se quedó observándonos fijamente—. Sin embargo, ¿ustedes dicen que ya han estado en Marte?

Asentí.

—Estábamos experimentando con la Máquina del Tiempo de Sir William, y manejamos los controles en forma incorrecta.

—Pero, según yo entendía, Sir William sólo pretendía viajar en el Tiempo.

En pocas palabras, Amelia le explicó cómo yo había aflojado la varilla de níquel que hasta ese momento había impedido el movimiento en la Dimensión Espacial. A partir de allí, el resto de nuestra historia continuó naturalmente, y en la hora que siguió relatamos la mayor parte de nuestra aventura. Por último, llegamos a la descripción de la forma en que habíamos regresado a la Tierra.

Mr. Wells permaneció en silencio durante un largo rato. Se había servido un poco de coñac que habíamos encontrado en la sala de fumar, y durante muchos minutos mantuvo la copa en el hueco de sus manos. Por último, dijo:

—Si lo que dicen no es un invento de ustedes, todo lo que puedo afirmar es que es un extraordinario relato.

—No estamos orgullosos de lo que hemos hecho —dije.

Mr. Wells desechó mis palabras con un gesto de su mano.

—No tienen que culparse demasiado. Otros habrían hecho lo mismo, y aunque ha habido grandes pérdidas de vidas y enormes daños a la propiedad, ustedes no podían haber previsto el poder de estos monstruos.

Nos hizo varias preguntas acerca de nuestra historia, que contestamos con la mayor exactitud que pudimos. Finalmente, dijo:

—Me parece que la experiencia de ustedes es el arma más útil de que disponemos contra estos monstruos. En cualquier guerra, uno planea mejor su táctica si prevé las intenciones del enemigo. La razón por la cual no hemos podido contener esta amenaza es que no teníamos idea de los motivos que los impulsaban. Nosotros tres somos ahora los depositarios de esta información. Si no podemos ayudar a las autoridades, debemos tomar alguna medida por nuestra cuenta.

—Yo también había estado pensando algo parecido —dije—. Nuestra primera intención fue ponernos en contacto con Sir William, porque se me había ocurrido que la Máquina del Tiempo en sí, sería una poderosa arma contra estos seres.

—¿En qué forma se la podría usar?

—Ningún ser, por poderoso o despiadado que sea, puede defenderse contra un enemigo invisible.

Mr. Wells asintió, pero dijo:

—Lamentablemente, no encontramos ni a Sir William ni a su máquina.

—Lo sé, señor —dije, malhumorado.

Se estaba haciendo tarde, y pronto interrumpimos nuestra conversación, porque todos estábamos exhaustos. El silencio fuera de la casa todavía era absoluto, pero sentíamos que no dormiríamos bien en ese estado de intranquilidad. Pensando en ello, salimos de la casa antes de prepararnos para ir a dormir, y atravesamos el parque hasta la cresta de la colina.

Miramos hacia el valle del Támesis y vimos la desolación causada allí abajo por el fuego. En todas direcciones, y hasta donde alcanzaba la vista, en la tierra cubierta por la noche destellaban los edificios en llamas. Sobre nosotros, el cielo estaba límpido y las estrellas brillaban con intensidad.

Amelia tomó mi mano y dijo:

—Es como Marte, Edward. Están convirtiendo nuestro mundo en el de ellos.

—No podemos dejar que sigan con esto —dije—. Debemos encontrar la forma de combatirlos.

Justo en ese momento, Mr. Wells señaló hacia el Oeste, y todos vimos un punto luminoso verde brillante. Se volvía más brillante mientras lo observábamos, y a los pocos segundos todos lo habíamos identificado como un cuarto proyectil. Su brillo se volvió enceguecedor, y por un terrible momento estuvimos seguros de que venía directamente hacia nosotros, pero entonces, por fin, perdió altura bruscamente. Cayó con un estallido enceguecedor de luz brillante a unos cinco kilómetros hacia el Sudoeste de nosotros, y segundos después oímos el estampido de su aterrizaje.

Lentamente, el brillo verde se fue esfumando hasta que una vez más todo fue oscuridad.

Mr. Wells dijo:

—Hay otros seis proyectiles en camino.

—No tenemos salvación —dijo Amelia.

—Nunca debemos perder la esperanza.

Yo dije:

—Somos impotentes contra estos monstruos.

—Debemos construir una segunda Máquina del Tiempo —dijo Mr. Wells.

—Pero eso sería imposible —dijo Amelia—. Sólo Sir William sabe cómo construir esa máquina.

—Él me explicó el principio con todo detalle —dijo Mr. Wells.

—A usted, y a muchos otros, pero sólo en los términos más vagos. Yo misma, que trabajé algunas veces con él en el laboratorio, tengo sólo un conocimiento general de su mecanismo.

—¡Entonces podemos tener éxito! —dijo Mr. Wells—. Usted ha ayudado a construir la máquina, y yo he ayudado a diseñarla.

Ambos lo miramos con curiosidad, entonces. Las llamas que llegaban desde el valle daban un aspecto fantasmagórico a sus facciones.

—¿Usted ayudó a diseñar la Máquina del Tiempo? —dije, con incredulidad.

—En cierto modo sí, porque él me mostró con frecuencia sus planos y yo hice algunas sugerencias que Sir William incorporó en el diseño. Si todavía podemos disponer de los planos, no me llevaría mucho tiempo familiarizarme con ellos. Espero que todavía estén en su caja de seguridad en el laboratorio.

Amelia dijo:

—Allí es donde siempre los tenía.

—¡Entonces no podremos sacarlos! —exclamé—. ¡Sir William ya no está aquí!

—Abriremos la caja con explosivos, si fuera necesario —dijo Mr. Wells, aparentemente decidido a llevar a cabo su osada afirmación.

—No es necesario —dijo Amelia—. En mis habitaciones tengo duplicados de las llaves.

Repentinamente, Mr. Wells me extendió la mano y yo la tome, inseguro, dudando de cuál sería nuestro pacto. Me puso otra mano sobre un hombro y me lo oprimió con afecto.

—Turnbull —dijo muy serio—. Usted y yo, y Miss Fitzgibbon también, nos uniremos para derrotar a este enemigo. Nos convertiremos en el enemigo inesperado e invisible. Lucharemos contra esta amenaza a todo lo que es decente en este mundo, cayendo sobre ella y destruyéndola de una forma tal como el enemigo jamás podría haberlo previsto. ¡Mañana nos pondremos a construir una nueva Máquina del Tiempo, y con ella saldremos a detener esta amenaza irrefrenable!

Entonces, con el entusiasmo de haber elaborado un plan positivo, nos felicitamos mutuamente y reímos en alta voz y lanzamos gritos de desafío hacia el valle destruido. La noche era silenciosa, y el aire estaba contaminado por el humo y la muerte, pero la venganza es el impulso humano que da más satisfacciones, y cuando volvimos a la casa confiábamos, insólitamente, en una victoria inmediata.