III

Mr. Wells trajo la sombría noticia de que había contado seis de los trípodes gigantescos en el valle que se extendía más abajo, y que la lucha continuaba.

—Están por todas partes —dijo— y hasta donde pude ver casi no hay resistencia de parte de nuestros hombres. Hay tres máquinas a menos de un kilómetro de esta casa, pero permanecen en el valle. Creo que estaremos a salvo si nos quedamos quietos aquí durante un tiempo.

—¿Qué están haciendo los marcianos? —dije.

—Siguen usando el cañón de calor. Parecía como si todo el valle del Támesis estuviera en llamas. Hay humo por todas partes, y es de una densidad sorprendente. Toda Twickenham ha desaparecido debajo de una montaña de humo. Humo negro, denso, como alquitrán, que no se eleva. Tiene la forma de una cúpula inmensa.

—El viento lo dispersará —dijo Amelia.

—Hay viento —dijo Mr. Wells— pero el humo permanece sobre el pueblo. No lo puedo entender.

Parecía un enigma de poca importancia, de modo que no le prestamos mucha atención; nos bastaba con saber que los marcianos seguían en pie de guerra y que estaban cerca.

Los tres desfallecíamos de hambre, y se hizo imprescindible preparar una comida. Era evidente que la casa de Sir William no había sido ocupada durante años, de modo que no abrigábamos ninguna esperanza de encontrar alimentos en la alacena. Descubrimos, sí, que los artilleros habían dejado algunas de sus raciones —unas latas de carne en conserva y un poco de pan duro—, pero era insuficiente para una comida.

Mr. Wells y yo convinimos en visitar las casas que estaban más cercanas, para ver si allí podíamos pedir prestados algunos alimentos. Amelia decidió quedarse; quería explorar la casa y ver qué parte podría estar habitable.

Mr. Wells y yo estuvimos ausentes durante una hora. En ese lapso, descubrimos que estábamos solos en Richmond Hill. Presumiblemente los otros habitantes habían sido evacuados cuando llegaron los soldados, y era evidente que su partida había sido apresurada. Pocas de las casas estaban cerradas con llave, y en la mayoría de ellas encontramos cantidades considerables de alimentos. Para cuando estuvimos listos para volver, habíamos reunido una bolsa de alimentos —que incluían una variedad de carnes, verduras y frutas—, que por cierto serían suficientes para mantenernos durante muchos días. Además, encontramos varias botellas de vino, y una pipa y tabaco para Mr. Wells.

Antes de regresar a la casa, Mr. Wells sugirió que observáramos una vez más el valle; había una quietud sospechosa allí abajo; tan tranquilo estaba todo que nos sentíamos inquietos.

Dejamos la bolsa con los alimentos dentro de la última casa que habíamos visitado, y avanzamos con cautela hacia la cresta de la colina. Allí, ocultos entre los árboles, disponíamos de una vista despejada hacia el Norte y el Oeste. A nuestra izquierda, podíamos ver el valle del Támesis por lo menos hasta el castillo de Windsor, y delante de nosotros podíamos ver los pueblos de Chiswick y Brentford. Inmediatamente debajo de nosotros estaba la propia Richmond.

El sol se estaba poniendo: una bola de fuego de color naranja intenso tocaba el horizonte. Recortado contra él estaba una de las máquinas de guerra marcianas. No se movía y desde esta distancia de cinco kilómetros, más o menos, podíamos ver que la red de malla de metal que colgaba de la parte posterior de la plataforma estaba llena de cuerpos humanos.

El negro manto de humo todavía oscurecía a Twickenham; otro se cernía, denso, sobre Hounslow. Richmond parecía estar tranquila, aunque había varios edificios en llamas.

Dije:

—No se los puede detener. Dominarán el mundo entero.

Mr. Wells estaba silencioso, aunque su respiración era irregular y profunda. Al observar su rostro, vi que sus ojos, de color azul intenso, estaban húmedos. Luego dijo:

—Usted opina que son mortales, Turnbull, pero ahora debemos aceptar el hecho de que no podemos hacerles frente.

En ese momento, como si fuera un desafío a sus palabras, un solitario cañón emplazado en el camino costanero junto al puente de Richmond efectuó un disparo. Momentos más tarde, la granada estalló en el aire, a unos doscientos metros de la máquina de guerra distante.

La respuesta del marciano fue instantánea. Giró y avanzó en dirección a nosotros, haciendo que Mr. Wells y yo retrocediéramos al abrigo de los árboles. Vimos al marciano hacer sobresalir un ancho tubo por su plataforma, y pocos segundos después disparar algo por él. Un gran cilindro voló por el aire, dando vueltas en forma errática y reflejando el brillo naranja del sol. Describió un pronunciado arco y cayó en algún lugar en las calles de la ciudad de Richmond. Momentos más tarde comenzó la emisión continua de una nube negra, y en menos de sesenta segundos Richmond había desaparecido debajo de otra de las misteriosas cúpulas estáticas de humo negro.

El cañón emplazado junto al río, perdido en esa negrura, no volvió a hacer sentir su voz.

Esperamos y observamos hasta que se puso el sol, pero no oímos más disparos de parte del ejército. Los marcianos, arrogantes por su victoria total, se dedicaban a la macabra tarea de buscar sobrevivientes humanos y colocar a esos infelices en sus hinchadas redes.

Muy preocupados, Mr. Wells y yo recogimos nuestra bolsa de alimentos y regresamos a Reynolds House.

Allí nos recibió una Amelia transformada.

—¡Edward! —exclamó tan pronto cruzamos la puerta destrozada de la casa— ¡Edward, mis ropas todavía están aquí!

Y bailando ante nuestra vista apareció una joven de la más extraordinaria belleza. Tenía puesto un vestido color amarillo pálido y botas abotonadas; su cabello estaba cepillado y bien peinado enmarcando su cara; la herida que tanto la había desfigurado había quedado oculta por una artística aplicación de maquillaje. Y, al tomarme alegremente de la mano y lanzar exclamaciones de alegría por la cantidad de alimentos que habíamos reunido, sentí una vez más la suave fragancia de un perfume aromatizado con hierbas.

Sin comprender por qué, me aparté de ella y me encontré sollozando.