Mr. Wells dijo que iba a ver dónde estaban los marcianos ahora, y cruzó por el parque hacia el borde de la cresta de la colina. Seguí a Amelia al interior de la casa, y cuando estuvimos dentro de ella la tomé en mis brazos, estrechándola fuertemente.
Durante unos minutos no pronunciamos palabra alguna, pero luego, por fin, ella se apartó un poco y nos miramos a los ojos con amor. Esa visión momentánea de nosotros mismos en el pasado había sido un choque saludable; Amelia, con su cara magullada y marcada por cicatrices, y su camisa desgarrada y quemada, no se parecía casi en nada a la joven vestida con elegancia y algo estirada que había visto por un momento en la Máquina del Tiempo. Y supe, por la forma en que ella me miraba, que mi aspecto había sufrido una transformación similar.
Amelia dijo:
—Cuando estábamos en la Máquina del Tiempo viste al marciano. Lo has sabido siempre.
—Sólo te vi a ti —dije—. Te vi morir.
—¿Es por eso que te apoderaste de la máquina?
—No sé. Estaba desesperado… Te quería ya entonces…
Ella me abrazó otra vez y sus labios se posaron un instante en mi cuello.
La oí decir, con palabras tan suaves que eran casi inaudibles:
—Ahora comprendo, Edward.