VI

Amelia, ágil y descansada, corrió sin dificultad colina arriba; yo estaba más cansado, y aunque recurrí al último resto de energía que me quedaba, lo único que pude hacer fue mantener la distancia que me separaba de ella. Debajo de nosotros, junto al río, oí el bramido del marciano, contestado al punto por otro. A cierta distancia, más atrás, nos seguía Mr. Wells. Delante de mí, desde algún lugar de la cresta de la colina, oí la voz de un hombre que gritaba una orden… y luego el estampido de las piezas de artillería emplazadas allí. A través de los árboles podía verse el humo que brotó de sus bocas. Siguieron más disparos, provenientes de otras posiciones a lo largo de la cresta. El ruido era ensordecedor, y los acres gases de la cordita me quemaban la garganta.

Delante de mí podía ver, entre los árboles, las torres de Reynolds House.

—¡Amelia! —grité otra vez en medio del estruendo—. ¡Querida, vuelve! ¡Es peligroso!

—¡La Máquina del Tiempo! ¡Tenemos que encontrar la Máquina del Tiempo!

Podía verla delante de mí, arremetiendo sin pensar en ella a través de la maraña de arbustos y malezas hacia la casa.

—¡No! —le grité, desesperado—. ¡Amelia!

A través de la multitud de acontecimientos que se habían producido, de lo que parecían años y millones de kilómetros… volvió a mí un vivido recuerdo de nuestro primer viaje a 1903.

Recordé los disparos de artillería, el humo, las sirenas extrañas, la mujer que corría por el césped, la cara en la ventana y luego el fuego devorador…

¡Era el destino!

Me lancé tras ella y la vi llegar al borde del descuidado parque.

Amelia comenzó a correr hacia las paredes de vidrio del laboratorio: una figura grácil, distante, casi fuera del alcance de toda ayuda, condenada ya por el destino que yo, después de todo, no había logrado alterar…

Cuando llegué al parque, demasiado falto de aire como para gritar otra vez, la vi llegar a los vidrios y detenerse, apretando la cara contra los cristales.

Continué tambaleante por el césped… y me encontré detrás de ella, lo suficientemente cerca para ver, por encima de su hombro, el oscuro interior del laboratorio.

Allí, junto a uno de los muchos bancos, había un tosco artefacto mecánico y, sentadas en él, las figuras de dos jóvenes.

Una era la de un muchacho, con un sombrero de paja calzado en un ángulo muy agudo sobre su cabeza… y la otra era la de una linda joven sujetándose a él.

El muchacho nos miraba fijamente, con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

Extendí la mano para sujetar a Amelia, precisamente en el momento en que el joven levantó la suya, como para apartar de su vista la horrorosa escena que presenciaba.

Detrás de nosotros se oyó el chillido de la sirena del marciano y por sobre los árboles apareció la cúpula dorada de la máquina de guerra. Me lancé contra Amelia y la derribé al suelo. En ese mismo instante, el rayo de calor apuntó hacia nosotros y una línea de fuego corrió por el jardín e hizo impacto en la casa.