Fue mientras remábamos hacia Kingston-upon-Thames cuando oímos los primeros disparos de artillería, y de inmediato nos pusimos en guardia. Mr. Wells remaba con más energía y Amelia y yo volvimos en nuestros asientos, mirando hacia el Oeste, para ver cuándo aparecían los mortíferos trípodes.
Por el momento no había trazas de ellos, pero la artillería lejana tronaba incesantemente. Hubo un momento en que vi un heliógrafo que destellaba en las colinas que había más allá de Esher, y delante de nosotros vimos estallar un cohete de señales en la cúspide de su estela de humo, pero en nuestra vecindad inmediata los cañones permanecieron silenciosos.
En Kingston cambiamos una vez más nuestro puesto en los remos, y me preparé para el esfuerzo final que nos llevaría a Richmond. Todos estábamos intranquilos, ansiosos de que este largo viaje terminara. Cuando Mr. Wells se sentó en la proa, hizo notar el extraño ruido que hacían los evacuados al cruzar el puente de Kingston. No se veían excursionistas allí; pienso que por fin todos habían tomado conciencia del peligro.
Pocos minutos después de haber pasado Kingston, Amelia señaló hacia adelante.
—¡Richmond Park, Edward! Ya casi hemos llegado.
Miré por un momento sobre mi hombro y vi la hermosa pendiente que se extendía ante nosotros. Como cabía esperar, en la cresta de la colina, recortándose oscuras contra el cielo, vi sobresalir las bocas de las piezas de artillería.
Esperaban a los marcianos, y esta vez éstos encontrarían un digno oponente.
Sintiéndome más seguro, continué remando, tratando de no prestar atención al cansancio que sentía en los brazos y en la espalda.
Un kilómetro y medio al Norte de Kingston, el Támesis, en sus meandros, gira hacia el Noroeste, de modo que la elevación de Richmond Park quedó más lejos, a nuestra derecha. Por el momento, nos dirigíamos otra vez hacia los marcianos y, como para confirmarlo, oímos una nueva andanada de la artillería distante. Como un eco, pocos momentos después comenzaron a disparar los cañones emplazados en Bushy Park. Los tres giramos nuestras cabezas para ver, pero todavía no había señales de los marcianos. Era en extremo desalentador saber que estaban en las cercanías y que no los podíamos ver.
Pasamos Twickenham, donde no vimos señales de evacuación; quizá la ciudad ya había sido abandonada, o bien su gente se mantenía oculta, esperando que los marcianos no pasaran por allí.
Luego, al avanzar directamente hacia el Este otra vez cuando el río giró hacia Richmond, Amelia gritó que había visto humo. Miramos hacia el Sudoeste y vimos una columna de humo negro que se elevaba en la dirección de Molesey. La artillería tronaba incesantemente. Los marcianos, que se movían con rapidez por la campiña de Surrey, eran blancos difíciles, y las ciudades a las que se acercaban estaban inermes delante de ellos.
Surgía humo de Kingston, Surbiton, y Esher. Luego, también de Twickenham… y por fin pudimos ver a uno de los merodeadores marcianos. Avanzaba rápidamente a zancadas por las calles de Twickenham, a poco más de un kilómetro de donde nos encontrábamos nosotros en ese momento. Podíamos ver su rayo de calor, girando indiscriminadamente a un lado y a otro, y los estallidos de las granadas de artillería que explotaban, ineficaces, nunca a menos de treinta metros de la máquina de rapiña.
Apareció un segundo marciano, este último avanzando hacia el Norte, hacia Hounslow. Luego un tercero, a lo lejos, al Sur de Kingston, que estaba en llamas.
—¡Edward, querido… apresúrate! ¡Ya casi están sobre nosotros!
—¡Estoy haciendo todo lo que puedo! —grité, preguntándome si no nos convendría dirigirnos hacia la orilla.
Mr. Wells vino hacia mí desde la proa y se sentó a mi lado. Tomó el remo de la derecha y pronto remábamos a un ritmo muy rápido.
Afortunadamente, los marcianos parecían no estar prestando atención al río por el momento. Las ciudades eran su objetivo principal, y las líneas de artillería. Al oír las explosiones repetidas cerca de nosotros, me di cuenta de que los sonidos más profundos de las baterías más distantes habían sido silenciados hacía mucho tiempo.
Entonces llegó hasta nosotros el ruido que quizás era el que más impresión nos causaba. El marciano que conducía el trípode que se desplazaba cerca de Kingston lanzó un grito… que nos llegó distorsionado por la brisa. El marciano de Twickenham lo repitió y pronto pudimos oír a otros desde varias direcciones. Aquí, en la Tierra, la nota tenía un timbre más profundo… pero ese bramido siniestro, como de sirena, de los marcianos cuando reclamaban su alimento era inconfundible.