VIII

Nos llevó varios minutos lograr recuperar nuestros remos y descargar agua para hacer que el bote fuera maniobrable otra vez. Para entonces, las máquinas de guerra marcianas habían desparecido hacia el Sur, presumiblemente en camino hacia su foso en los campos cercanos a Woking.

Sumamente conmovido por el prolongado incidente, me dediqué a remar, y a los pocos minutos pasábamos por los restos volados de Weybridge.

Si había sobrevivientes, no vimos ninguno. Un transbordador había estado cruzando cuando atacaron los marcianos, y vimos su casco volcado y ennegrecido a flor de agua en el río. A lo largo, del recorrido del cable de remolque había veintenas, quizá cientos, de cuerpos chamuscados de aquellos que habían sufrido en forma directa la acción del rayo de calor. El pueblo mismo estaba envuelto en llamas, y pocos de sus edificios se habían salvado del ataque asesino, si es que se había salvado alguno. Era como la escena de una pesadilla, porque cuando un pueblo arde en silencio, sin ninguna presencia humana, no es nada menos que una pira fúnebre.

Había muchos cuerpos en el agua, quizá de gente que pensaron que en ella hallarían refugio. Allí, los marcianos, con su astucia enorme y malévola, habían dirigido sus rayos de calor hacia el río mismo, haciendo elevar la temperatura del agua al punto de ebullición. Cuando remamos por ella, el agua todavía burbujeaba y echaba vapor, y cuando Amelia introdujo la mano para comprobar si estaba muy caliente, la retiró instantáneamente. Muchos de los cuerpos que allí flotaban revelaban, por el rojo brillante de su piel, que esa gente literalmente había muerto hervida. Afortunadamente para nuestra sensibilidad, el vapor ocultaba la escena que nos rodeaba, de modo que cuando atravesamos esa carnicería no tuvimos que ver mucho de ella.

Fue con considerable alivio que dimos vuelta por el recodo del río, pero nuestras angustias no habían acabado, porque ahora podíamos ver los daños que había sufrido Shepperton. Instado por Amelia, remé con más rapidez y a los pocos minutos habíamos dejado atrás lo peor.

Después de haber pasado otro recodo, remé un poco más lentamente, porque me estaba cansando con rapidez. Ambos estábamos en un estado terrible por lo que habíamos visto, de modo que me aproximé a la orilla. Subimos por la barranca y nos sentamos, confusos y conmovidos. No relataré lo que pasó entre nosotros entonces, pero nuestra desesperación se debía mucho a que nos sentíamos cómplices de esta devastación.

Para cuando recuperamos nuestra compostura habían transcurrido ya dos horas, y nuestra resolución de desempeñar un papel más activo en la lucha contra estos monstruos se había fortalecido. Fue así que con un renovado sentido de urgencia regresamos al bote. Sir William Reynolds, si es que no estaba ya ocupado con este problema, podría proponer alguna solución más sutil que la que se le había ocurrido hasta ahora al ejército.

En estos momentos, sólo la presencia ocasional de algún resto que flotaba nos recordaba lo que habíamos visto, pero nuestros recuerdos estaban muy frescos. A partir del momento en que se desencadenó el ataque de los marcianos no habíamos visto a nadie con vida, y aún ahora el único movimiento que se apreciaba era el del humo.

El descanso me había devuelto las fuerzas, y volví a remar con gran vigor, con golpes de remo prolongados y sin esfuerzo.

A pesar de todo lo que habíamos experimentado, el día era todo lo que yo había ansiado cuando había estado en Marte. La brisa era suave y el sol, cálido. Los árboles y pastos verdes de las orillas alegraban la vista, y vimos y oímos multitud de pájaros e insectos. Todo ello, y el ritmo agradable de los remos, sirvió para que pudiera poner en orden mis pensamientos. ¿Ahora que habían demostrado su superioridad, los marcianos se conformarían con consolidar su posición? Si así fuera, ¿cuánto tiempo le daría ello a nuestras fuerzas militares para ensayar nuevas tácticas? A decir verdad, ¿cuál era el poderío de nuestras fuerzas? Aparte de las tres baterías de artillería que habíamos visto y oído, no había trazas del ejército.

Además, sentía que necesitábamos ajustarnos a nuestras actuales circunstancias. En cierta forma, Amelia y yo habíamos vivido hasta ahora según las rutinas que habíamos establecido cuando estábamos dentro del proyectil, es decir, nuestras vidas se regían por el predominio de los marcianos. En cambio, ahora estábamos en nuestra propia tierra, una tierra que tenía nombres que podíamos reconocer, y que en la vida ordenada de una persona había días y semanas. Habíamos determinado el paraje de Inglaterra donde habíamos aterrizado y podíamos ver que nuestra patria gozaba de un verano excelente, aunque se estuvieran anunciando cambios de clima, pero no sabíamos qué día de la semana era, ni siquiera en qué mes estábamos.

Era en cosas así, evidentemente triviales, en lo que yo pensaba mientras dirigía nuestro bote por el recodo del río que está poco más arriba del puente de Walton-on-Thames. Fue aquí donde vimos el primer ser viviente ese día: un joven que llevaba puesta una chaqueta oscura. Estaba sentado entre los juncos, al borde del agua, abatido, con la mirada fija al otro lado del río.

Se lo señalé a Amelia y de inmediato modificamos nuestro rumbo y nos dirigimos hacia él.

Al acercarnos, vimos que era un clérigo. Parecía muy joven, porque era menudo y su cabeza estaba coronada por una masa de cabello rubio enrulado. Luego vimos que tendido en el terreno, junto a él, estaba el cuerpo de otro hombre. Éste era más robusto y su cuerpo —que estaba desnudo de la cintura para arriba— estaba cubierto de la suciedad del río.

Todavía pensando en mis reflexiones algo triviales de hacía un momento, le grité al cura tan pronto como estuvimos al alcance de la voz.

—Señor, ¿qué día es hoy?

El cura nos miró fijamente y luego se puso de pie con cierta inseguridad. Pude ver que estaba muy conmovido por sus experiencias, puesto que no podía tener sus manos quietas y jugueteaba constantemente con la parte delantera, desgarrada, de su chaqueta. Su mirada tenía una expresión vacía y de inseguridad cuando me contestó.

—Es el Día del Juicio, hijos míos.

Amelia había estado observando al hombre que yacía junto al cura, y le preguntó:

—Padre, ¿está vivo ese hombre?

No recibió respuesta, porque el cura había girado la cabeza, confuso, mirando en otra dirección. Hizo ademán de irse, pero luego se volvió otra vez y nos miró.

—¿Necesita ayuda, padre?

—¿Quién puede ayudar, cuando se ha descargado sobre nosotros toda la ira de Dios?

—Edward… rema hacia la orilla.

Yo dije:

—¿Pero qué podemos hacer para ayudar?

No obstante, comencé a remar y poco después habíamos desembarcado. El cura se quedó observando cuando nos arrodillamos junto al hombre postrado. De inmediato vimos que no estaba muerto, ni siquiera inconsciente, sino que se movía, inquieto, como si delirara.

—Agua… ¿tienen agua? —dijo, con labios agrietados. Vi que su piel tenía un tono ligeramente rojizo, como si también él hubiera estado en el agua cuando los marcianos hicieron hervir el río.

—¿No le ha dado nada de agua? —le dije al cura.

—Me la pide constantemente, pero este es un río de sangre.

Miré a Amelia, y vi por su expresión que mi propia opinión del pobre cura perturbado quedaba confirmada.

—Amelia —le dije con suavidad—, mira si puedes encontrar algo con qué traer agua.

Volví mi atención al hombre que deliraba y desesperado le di palmadas suaves en la cara. Esto pareció sacarlo de su delirio, porque se sentó de inmediato, sacudiendo la cabeza.

Amelia había encontrado una botella junto al río, la trajo y se la alcanzó al hombre, quien la llevó, agradecido, a sus labios y bebió largamente. Noté que ahora estaba en posesión de sus facultades y que miraba fijamente al joven cura.

Éste vio la forma en que ayudábamos al hombre y ello pareció desconcertarlo. Miró a través de las praderas en dirección a la torre destrozada, distante, de la iglesia de Shepperton.

Dijo:

—¿Qué significa esto? ¡Todo nuestro trabajo destruido! Es la venganza de Dios, puesto que se ha llevado a sus hijos. El humo ardiente seguirá elevándose para siempre…

Luego de esta misteriosa letanía, se alejó con paso decidido por entre los altos pastos y pronto lo perdimos de vista.

El hombre tosió varias veces y dijo:

—Nunca les agradeceré lo suficiente. Pensé que moriría sin remedio.

—¿El cura era compañero suyo? —dije.

Negó con un débil movimiento de cabeza.

—Nunca lo había visto en mi vida.

—¿Se siente bien para moverse? —dijo Amelia.

—Creo que sí. No estoy herido, pero escapé por poco.

—¿Estuvo usted en Weybridge? —dije.

—Estuve en el centro mismo de toda la acción. Esos marcianos no tienen compasión, no tienen escrúpulos…

—¿Cómo sabe que son de Marte? —dije, muy interesado, tal como cuando había oído los rumores de los soldados.

—Todos los saben. El disparo de sus proyectiles fue observado en muchos telescopios. A decir verdad, yo fui uno de los afortunados que pudieron observarlo, en el instrumento de Ottershaw.

—¿Es usted astrónomo?

—No lo soy, pero estoy muy relacionado con muchos científicos. Mi profesión es de índole más filosófica. Se detuvo entonces, se miró a sí mismo y de inmediato se sintió muy incómodo.

—Mi querida señora —le dijo a Amelia—, debo pedirle disculpas por mi desnudez.

—Nosotros no estamos mejor vestidos —replicó ella, lo cual era bastante cierto.

—¿Ustedes también vienen de donde la lucha fue más intensa?

—En cierta forma —dije—. Señor, espero que se una a nosotros. Tenemos un bote y nos dirigimos a Richmond. Creo que allí encontraremos refugio.

—Muchas gracias —dijo el hombre—, pero debo seguir mi camino. Trato de llegar a Leatherhead, porque es allí donde dejé a mi esposa.

Pensé con rapidez, tratando de visualizar la geografía de la isla. Leatherhead estaba a muchos kilómetros al Sur de donde nos encontrábamos.

El hombre continuó:

—Vean ustedes, vivo en Woking, y antes de que los marcianos atacaron conseguí llevar a mi esposa a lugar seguro. Desde entonces, como me vi obligado a regresar a Woking, estoy tratando de reunirme con ella. Pero, con gran dolor, he comprobado que toda la extensión entre Leatherhead y este punto está en manos de esas bestias.

—Entonces, ya que su esposa está a salvo —dijo Amelia—, ¿no sería acertado que usted se uniera a nosotros hasta que el ejército se haga cargo de esta amenaza?

Era evidente que el hombre se había tentado, porque no estábamos a muchos kilómetros de distancia de Richmond. Vaciló unos segundos más y luego asintió con la cabeza.

—Si van remando necesitarán otro par de brazos —dijo—. Lo haré con mucho gusto, pero primero, ya que estoy tan sucio, quisiera lavarme.

Fue hasta el borde del agua, y recogiendo agua con las manos se lavó, quitándose gran parte de los restos de humo y suciedad que tanto lo desfiguraban. Luego, después de haberse alisado el cabello, le extendió una mano a Amelia y la ayudó a subir nuevamente al bote.