II

Detrás de nosotros, hacia el Sur, había un pequeño pueblo en una colina, y las máquinas de guerra ya lo habían atacado. Un gran manto de humo se extendía sobre el pueblo, sumándose a las nubes de tormenta que se estaban reuniendo más arriba, y en el aire tranquilo de la noche podíamos oír gritos y explosiones.

Hacia el Oeste vimos la cúpula dorada de una de las máquinas, girando a uno y a otro lado a medida que su enorme motor la impulsaba a zancadas a través de árboles lejanos incendiados. Retumbaban los truenos, y no había trazas del ejército.

Nos alejamos apresuradamente, pero ambos estábamos débiles por nuestra odisea en el proyectil, no habíamos comido nada y apenas habíamos dormido en los últimos dos días. Por consiguiente, nuestro avance era lento, a pesar de lo apremiante de nuestra huida. Yo tropecé dos veces, y ambos sufrimos dolorosas punzadas en el costado.

Corrimos enceguecidos, temiendo que los marcianos nos vieran y nos ejecutaran sumariamente como lo habían hecho con los demás. Pero no fue sólo el instinto de conservación lo que nos impelía a seguir adelante; aunque no queríamos morir, ambos comprendíamos que sólo nosotros sabíamos la magnitud de la amenaza que se cernía sobre el mundo.

Finalmente, llegamos a las afueras del pueblo y el terreno allí descendía hacia un arroyuelo que corría entre los árboles. Las ramas superiores habían sido quemadas por el rayo, pero, debajo, los pastos estaban húmedos y había alguna flor.

Sollozando de temor y agotamiento, caímos junto al agua y recogiéndola con las manos ahuecadas bebimos ruidosa y largamente. ¡Para nuestro paladar, cansado de las aguas amargas y metálicas de Marte, esta corriente era pura, en verdad!

Mientras habíamos corrido frenéticamente por los campos, el crepúsculo se había convertido en noche, transformación que se había visto acelerada por las nubes de tormenta que se estaban reuniendo. Ahora, los truenos retumbaban con mayor intensidad y eran más frecuentes, y destellaban los relámpagos. No pasaría mucho tiempo antes de que se desencadenara la tormenta sobre nosotros. Teníamos que continuar la marcha tan pronto como pudiéramos: nuestro vago plan de alertar a las autoridades era la única meta, aun cuando sabíamos que sólo unos pocos ignorarían que una poderosa fuerza destructiva se había desencadenado sobre la Tierra.

Nos quedamos tendidos junto al arroyo durante unos diez minutos. Rodeé con mi brazo los hombros de Amelia y la estreché contra mí con espíritu protector, pero no hablamos. Creo que ambos estábamos tan sobrecogidos por la enormidad de los daños, que no hallábamos palabras para expresar nuestros sentimientos. ¡Esta era Inglaterra, el país que amábamos, y esto era lo que le habíamos causado!

Cuando nos pusimos de pie vimos que los incendios provocados por los marcianos todavía ardían, y vimos nuevas llamas hacia el Oeste. ¿Dónde estaban las defensas de nuestro pueblo? El primer proyectil había aterrizado hacía casi dos días; ¿estaría toda la región rodeada de cañones?

Pronto tendríamos la respuesta a esos interrogantes, y durante algunas horas ello nos dio una cierta seguridad.