Durante el resto de esa noche y la mayor parte del día siguiente nos vimos obligados a permanecer ocultos dentro del proyectil. Por momentos dormitábamos, otras veces nos arrastrábamos hasta el extremo del pasaje para ver si había posibilidad de escapar, pero la mayor parte del tiempo nos quedábamos acurrucados en silencio y con miedo en nuestro incómodo rincón del pasaje.
Era desagradable saber que los acontecimientos ya estaban fuera de nuestro control. Estábamos reducidos a la condición de espectadores, enterados de los preparativos bélicos de un enemigo implacable. Además, nos mortificaba mucho el saber que estábamos en algún lugar de Inglaterra, rodeados de panoramas, gentes, idiomas y costumbres que nos eran familiares, y que, no obstante, nos veíamos obligados por las circunstancias a permanecer acurrucados dentro de un artefacto ajeno a nuestro mundo.
Poco después del mediodía, el sonido distante de disparos de artillería nos dio la primera señal de que las fuerzas militares respondían al ataque. Las granadas explotaron a dos o tres kilómetros de distancia, y de inmediato comprendimos lo que debía estar sucediendo. Era evidente que el ejército estaba cañoneando el segundo proyectil antes de que sus horribles ocupantes pudieran escapar.
Los marcianos que estábamos observando respondieron a este reto de inmediato. Al sonido de las primeras explosiones, uno de los monstruos se dirigió a la máquina de guerra armada en primer término y se introdujo en ella.
La máquina se puso en marcha al momento, con sus patas rechinando por el esfuerzo que imponía la mayor gravedad y lanzando destellos de luz verde por las articulaciones. Noté que se arrastraba apenas por encima del terreno como una tortuga de metal.
Sabíamos que si estaban cañoneando el segundo foso, también harían lo mismo con el nuestro, de modo que Amelia y yo regresamos a los rincones más profundos del proyectil, con la esperanza de que el casco fuera lo bastante fuerte como para resistir las explosiones. El cañoneo distante continuó durante media hora más o menos, pero finalmente cesó.
Siguió un largo período de silencio, y decidimos que podíamos volver sin peligro al extremo del pasaje para ver qué estaban haciendo ahora los marcianos.
Su febril actividad continuaba. La máquina de guerra que había salido del foso no había regresado, pero, de las cuatro restantes tres ya estaban listas para usar y la cuarta estaba en proceso de armado. Observamos esta actividad durante una hora, más o menos, y justo en el momento en que estábamos por regresar a nuestro escondite, hubo una serie de explosiones alrededor del foso. ¡Ahora nos tocaba a nosotros ser cañoneados!
Una vez más los marcianos respondieron al instante. Tres de esas bestias monstruosas corrieron hacia las máquinas de guerra ya terminadas —¡sus cuerpos ya se estaban adaptando a las presiones de nuestro mundo!— y subieron a las plataformas. El cuarto, sentado dentro de uno de los vehículos de armado, continuó trabajando estoicamente en la última máquina de guerra.
Mientras tanto, las granadas continuaron cayendo con variada precisión; ninguna cayó directamente dentro del foso, pero algunas hicieron impacto lo bastante cerca como para lanzar tierra y arena por todas partes.
Una vez que los conductores marcianos se instalaron a bordo, las tres máquinas de guerra cobraron vida en forma espectacular. Con velocidad sorprendente, las plataformas se elevaron hasta su altura máxima de unos treinta metros, las patas escalaron las paredes del foso y, girando sobre sí mismas, las máquinas mortíferas tomaron rumbos separados, con sus cañones de calor elevados y listos para la acción. Menos de treinta segundos después de caer las primeras granadas a nuestro alrededor, las tres máquinas de guerra habían desaparecido: una hacia el Sur, otra hacia el Noroeste, y la última en dirección al lugar donde había caído el segundo proyectil.
El último monstruo marciano trabajaba rápidamente en su propio trípode; este ser era lo único que se interponía ahora entre nosotros y la libertad.
Una granada explotó cerca: la más próxima hasta ese momento. La explosión nos quemó la cara, y retrocedimos hacia el interior del pasaje.
Cuando logré reunir suficiente valor para mirar, vi que el marciano continuaba con su trabajo, indiferente al cañoneo. Sin duda se comportaba como un soldado bajo el fuego; sabía que corría peligro de muerte, pero estaba listo a hacerle frente y al mismo tiempo se preparaba para lanzar su propio contraataque.
El cañoneo duró diez minutos y en todo ese tiempo no hubo ningún impacto directo. Luego, repentinamente, los disparos cesaron y supusimos que los marcianos habían silenciado la batería.
En el extraño silencio que siguió, el marciano continuó con su trabajo. Por fin lo terminó. El horrible ser ascendió a su plataforma, extendió las patas hasta su altura máxima, giró luego el artefacto hacia el Sur y pronto se perdió de vista.
Sin más demora aprovechamos la oportunidad que se nos presentaba. Salté al suelo arenoso pesada y torpemente, y luego extendí los brazos para recibir a Amelia en el momento de saltar.
No miramos ni a la izquierda ni a la derecha, sino que escalamos apresuradamente la tierra suelta de las paredes del foso y corrimos hacia donde todavía no se había dirigido ninguna máquina: hacia el Norte. Era una noche cálida, pesada, con grandes masas de nubes oscuras que se estaban formando hacia el Norte. Se preparaba una tormenta, pero esa no era la razón por la cual no cantaba ningún pájaro ni se movía ningún animal. La campiña estaba muerta: estaba ennegrecida por el fuego, con restos de vehículos y cadáveres de hombres y caballos esparcidos por todas partes.