III

Nos sentamos y descansamos durante algunos minutos más, lamentándonos de nuestra suerte, pero yo estaba obsesionado por una sensación de impaciencia. No podíamos demorar nuestra salida del proyectil. Los monstruos podían estar saliendo de su bodega e iniciando la invasión.

No obstante, todavía teníamos que pensar en nuestros problemas inmediatos. Uno era el calor enervante en que nos encontrábamos. El piso mismo donde estábamos descansando estaba más caliente de lo que podíamos soportar, y a nuestro alrededor las planchas de metal irradiaban un calor sofocante. El aire era húmedo y pegajoso, y cada bocanada que respirábamos parecía carente de oxígeno. Gran parte de los alimentos que se habían derramado se pudrían lentamente, y el hedor provocaba náuseas.

Me había aflojado las ropas, pero como el calor no daba señales de aminorar, me pareció prudente desvestirnos. Una vez que Amelia se recuperó, se lo sugerí y luego le ayudé a quitarse el uniforme negro. Debajo de él todavía llevaba el harapiento vestido con el cual yo la había visto en el campamento de esclavos. Nadie podía haber reconocido en él la cuidada camisa blanca que alguna vez había sido.

Yo estaba mejor, ya que debajo de mi uniforme todavía llevaba mi ropa interior que, a pesar de las diversas aventuras que habíamos vivido, no estaba del todo mal.

Después de un breve análisis, convinimos en que sería mejor que yo explorara la situación actual solo. No teníamos idea de las actividades que podían estar realizando los monstruos, suponiendo que no hubieran muerto en el choque, y sería más seguro que fuera solo. Por consiguiente, después de asegurarme plenamente de que Amelia estaba cómoda, salí del compartimiento y comencé a ascender por los pasajes que corrían por el interior del casco.

Se recordará que el proyectil era muy largo: seguramente no medía mucho menos de cien metros de proa a popa. Durante el vuelo por el espacio, nuestro desplazamiento dentro de la nave había sido relativamente sencillo, ya que la rotación axial nos había proporcionado un piso artificial. En cambio, ahora, la nave se había incrustado en el suelo terrestre y parecía estar apoyada sobre la proa, de modo que nos veíamos obligados a escalar por una pendiente muy aguda. En medio de ese calor, que era más intenso en esta parte del casco, la única ventaja que tenía era que conocía el camino.

A su debido tiempo llegué a la escotilla que daba al compartimiento de los esclavos. Allí me detuve a escuchar, pero todo era silencio en el interior. Continué subiendo después de recobrar el aliento, y por fin llegué a la escotilla de la bodega principal.

Corrí la plancha de metal con cierta vacilación, ya que sabía que los monstruos estaban sin duda despiertos y alerta. Pero mi cautela fue en vano. No había señal de los monstruos dentro de mi campo visual, sin embargo yo sabía que estaban allí, porque podía oír sus horribles bramidos. En realidad, era notable la intensidad de ese ruido, y deduje que las repugnantes bestias discutían acaloradamente.

Después proseguí mi camino, subiendo más allá de la puerta, hasta la popa misma de la nave. Había esperado encontrar alguna forma de salir, que nos permitiera abandonar la nave sin ser notados. (Sabía que si todo lo demás fracasaba, podía encender la luz verde, como lo había hecho en el proyectil más pequeño y desplazar así la nave del lugar donde había aterrizado, pero era de vital importancia que los monstruos no sospecharan que nosotros no éramos su tripulación normal).

Lamentablemente el paso estaba bloqueado. Este era el extremo mismo de la nave; la pesada escotilla por la cual los monstruos saldrían. El hecho de que todavía estuviera cerrada era de por sí alentador: si bien no podíamos salir por este lugar, al menos los monstruos también estaban confinados en el interior de la nave.

Allí descansé antes de iniciar el descenso. Durante unos momentos traté de imaginarme dónde había hecho descender la nave. Si habíamos caído en el centro de una ciudad, la violencia de nuestro aterrizaje habría causado, sin duda, daños incalculables; también esto era cosa del azar, y aquí el azar estaría de nuestro lado. Una extensa parte de Gran Bretaña está escasamente edificada y era más probable que hubiéramos descendido en campo abierto. Sólo me cabía esperar que así hubiera sido; ya tenía bastante sobre mi conciencia.

Todavía podía oír a los monstruos al otro lado de la pared interior del casco, mientras hablaban con sus desagradables bramidos, y de tanto en tanto alcanzaba a oír el sonido producido por objetos de metal al moverse. En los momentos de silencio, me pareció que podía oír otras voces fuera del casco.

Nuestra espectacular llegada habría atraído, con toda seguridad, a multitud de personas junto a la nave y, de pie en precario equilibrio junto a la escotilla principal de la popa, mi imaginación febril calculaba las decenas, quizá cientos, de personas apiñadas afuera.

Era una idea conmovedora, dado que, por encima de todo, ardía en deseos de estar con gente como yo.

Poco tiempo después, luego de pensarlo con más calma, comprendí que cualquier multitud que pudiera haberse reunido estaría a merced de estos monstruos. ¡Cuánto más optimista era pensar que, cuando salieran, los monstruos se verían rodeados por un círculo de fusiles!

Aun así, mientras esperaba, tuve la seguridad de que sentía voces humanas fuera del proyectil, y casi me puse a llorar al pensar que había gente cerca.

Después de un largo rato, y comprendiendo que no había nada que hacer por el momento, desanduve el camino y regresé junto a Amelia.