Mi primer acto fue volverme hacia Amelia, que yacía acurrucada sobre mí. La hemorragia provocada por su herida había cesado, pero Amelia estaba en un estado calamitoso; su cara, cabello y ropas estaban pegajosos por la sangre coagulada. Tan inmóvil permanecía, y su respiración era tan inaudible, que al principio pensé que había muerto, y sólo cuando aterrorizado la tomé por los hombros y la sacudí, y le di palmadas en la cara, vi que volvía en sí.
Estábamos tendidos en un charco de agua poco profundo, que se había formado en el piso como consecuencia de la rotura de un caño. Este charco era muy tibio, ya que había absorbido calor del casco metálico del proyectil, pero el agua que caía del caño todavía era fresca. Encontré el bolso de Amelia y saqué de él dos toallas. Las empapé en el agua que caía del caño y le lavé la cara y las manos, limpiando suavemente la herida abierta. Según pude ver, no había fractura de cráneo, pero tenía la frente desgarrada y lacerada justo debajo del nacimiento del cabello.
No dijo nada mientras la lavaba, y me pareció que no tenía dolores. Sólo se encogió acobardada cuando le limpié la herida.
—Tengo que ponerte más cómoda —le dije con suavidad.
Ella simplemente tomó mi mano y la estrechó con afecto.
—¿Puedes hablar? —pregunté.
Asintió con la cabeza y luego dijo:
—Edward, te quiero.
La besé y ella me atrajo hacia sí y me abrazó. A pesar de las deplorables circunstancias en que nos hallábamos, sentí como si me hubiera liberado de un gran peso; las tensiones del vuelo habían desaparecido.
—¿Estás en condiciones de moverte? —le dije.
—Creo que sí. Estoy un poco mareada.
—Yo te sostendré.
Me puse de pie primero; estaba algo mareado, pero pude mantener el equilibrio al tomarme de una parte de los controles rotos que ahora pendían sobre nuestras cabezas, y extendiéndole una mano, ayudé a Amelia a levantarse. Estaba más débil que yo, de modo que le rodeé la cintura con un brazo. Ascendimos por el piso inclinado del proyectil hasta un punto donde, a pesar de que la pendiente era más pronunciada, había un lugar más o menos seco y despejado donde sentarse. Fue entonces cuando saqué mi reloj ¡y descubrí que habían pasado nueve horas desde nuestro accidentado aterrizaje! ¿Qué habían hecho los monstruos mientras nosotros habíamos permanecido sin sentido?