Permanecimos tendidos sin sentido en el compartimiento durante nueve horas, ignorantes, en general, del tremendo desorden en que nos había sumido nuestro aterrizaje. Quizá mientras yacíamos en ese estado de agotamiento no sentimos los peores efectos de esta experiencia, pero lo que habíamos soportado había sido bastante desagradable.
La nave no había aterrizado en el ángulo que más nos convenía; debido a la rotación axial del proyectil, la posición real en relación con el suelo dependía de la casualidad, y esa casualidad había hecho que los tubos de presión y nuestra hamaca pendieran sobre lo que ahora eran las paredes. Además la nave había chocado contra el terreno en un ángulo agudo, de modo que la fuerza de gravedad nos había hecho caer hacia la proa del proyectil.
La gravedad misma se sentía como una fuerza abrumadora. Los intentos que había hecho yo para tratar de lograr una gravedad aproximada a la de la Tierra, haciendo girar la nave con más rapidez, habían sido muy moderados. Después de permanecer varios meses en Marte y en el proyectil, nuestro peso normal nos resultaba intolerable.
Como ya he mencionado, Amelia se había lastimado antes de que iniciáramos nuestro descenso, y esta nueva caída había reabierto la herida y la sangre manaba más abundantemente que antes. Además yo también me había golpeado la cabeza cuando caíamos fuera de los tubos de presión.
Por último, y lo que era más insoportable de todo, el interior de la nave se había vuelto en extremo caliente y húmedo. Quizá se debiera a las descargas de fuego verde que frenaron nuestro vuelo, o a la fricción al entrar en la atmósfera de la Tierra, o, más probablemente a una combinación de ambos factores, pero el metal del casco y el aire contenido en éste, y todo lo demás que allí había, se habían calentado hasta alcanzar un nivel insoportable. Tal era el grado de desorden en medio del cual permanecimos sin sentido, y ése era el ambiente sórdido en el cual me desperté.