Ahora que las Islas Británicas habían quedado invisibles en la parte del mundo en que era de noche, no tenía otra guía que las dos retículas. Mientras las mantuviera alineadas, sabía que mantenía el rumbo. Esto no era tan sencillo como puede parecer, ya que la velocidad con que nos desviábamos aumentaba minuto a minuto. El proceso se complicaba por el hecho de que cada vez que encendía el motor, el panel se inundaba de luz verde que me enceguecía por completo. Sólo cuando apagaba el motor podía ver los resultados de la última corrección que había efectuado.
Utilicé una rutina basada en el método experimental: primero analizaba el panel para determinar cuánto nos habíamos desviado, luego encendía el motor de frenado unos momentos. Cuando apagaba el motor, observaba nuevamente el panel y hacía una nueva estimación de la desviación. A veces, mi estimación era exacta, pero por lo general al compensar me quedaba corto o me excedía.
Cada vez que encendía el motor lo hacía por un período más prolongado, de modo que apliqué un sistema según el cual contaba lentamente para mis adentros. Pronto cada chorro de fuego —que descubrí que podía ser de mayor o menor intensidad según la presión que aplicara sobre la palanca— llegó a durar hasta que yo contara hasta cien o más. La tortura mental era enorme, ya que la concentración que exigía era total; además, cada vez que se encendía el motor la presión física que debíamos soportar era casi intolerable. A nuestro alrededor, la temperatura dentro del compartimiento aumentaba. El aire inyectado en los tubos seguía siendo fresco, pero yo podía sentir que la tela misma se ponía muy caliente.
En los breves intervalos entre uno y otro encendido del motor, cuando la presión con que nos ceñía la tela cedía un poco, Amelia y yo nos ingeniábamos para intercambiar algunas palabras. Me dijo que ya no sangraba, pero que tenía un terrible dolor de cabeza y que se sentía débil y mareada.
Entonces, por fin, la desviación de las dos retículas se volvió tan rápida que no me atrevía a distraer mi atención para nada. En el momento en que apagué los motores, las retículas se separaron bruscamente y presioné la palanca hacia abajo y la mantuve en esa posición.
Ahora, funcionando a su mayor régimen, el motor de frenado producía un ruido de tal intensidad que pensé que el proyectil en sí seguramente iba a hacerse pedazos. La nave entera trepidaba y se estremecía, y donde mis pies tocaban el piso de metal podía sentir un calor intolerable. Los tubos de presión nos ajustaban tanto que apenas podíamos respirar. Yo no podía mover ni el más pequeño músculo y no tenía idea de cómo estaba Amelia. Podía sentir la tremenda potencia del motor como si fuera un objeto sólido contra el cual estuviéramos embistiendo, porque, a pesar de los tubos protectores, me sentía empujado hacia adelante, en contra del sentido de frenado. De esta manera, en ese pandemónium de ruido, calor y presión, el proyectil atravesó el cielo nocturno de Inglaterra como un cometa verde.
El final del viaje, cuando llegó, fue abrupto y violento. Hubo una estremecedora explosión fuera de la nave, acompañada de un impacto y una conmoción que nos aturdió. Luego, en el repentino silencio que siguió de inmediato, liberados de los tubos de presión que se aflojaron, caímos hacia adelante en medio del calor abrasador del compartimiento.
Habíamos llegado a la Tierra, pero estábamos en un estado verdaderamente lamentable.