Así fue que continué corrigiendo nuestro rumbo y dirigí la retícula principal de modo que se colocara sobre las verdes islas que tanto amábamos.
Una noche, cuando estábamos por irnos a dormir, un ruido que había esperado no volver a oír jamás brotó por un enrejado de metal del mamparo: era el bramido, el chillido de llamada de los monstruos. Con frecuencia uno ha oído la expresión: se me heló la sangre en las venas. En ese momento comprendí la verdad de ese lugar común.
Salí de la hamaca de inmediato y corrí por los pasajes hacia la puerta sellada de la bodega de los monstruos.
Tan pronto como deslicé la plancha de metal, vi que esos seres malditos habían recobrado el conocimiento. Había dos directamente delante de mí, arrastrándose torpemente con sus tentáculos. Me alegré al ver que en un ambiente de mayor gravedad (hacía mucho tiempo que había modificado la rotación de la nave con la intención de lograr una gravedad aproximada a la de la Tierra), sus movimientos eran pesados y desmañados. Era una señal alentadora, en estos momentos en que todas las perspectivas parecían lúgubres, ya que con un poco de suerte su mayor peso en la Tierra sería una considerable desventaja para ellos.
Amelia me había seguido, y cuando me aparté de la puerta ella también espió por la minúscula ventanilla. Vi que se estremecía, y luego se apartó.
—¿No hay nada que podamos hacer para destruirlos? —dijo.
La miré, y quizá mi expresión reveló lo desdichado que me sentía.
—Creo que no —dije.
Cuando volvimos a nuestro compartimiento, descubrimos que los monstruos todavía trataban de comunicarse con nosotros. El bramido repercutía por el salón de metal.
—¿Qué crees que dice? —dijo Amelia.
—¿Cómo podemos saberlo?
—Pero ¿y si tuviéramos que obedecer sus instrucciones?
—No tenemos nada que temer de ellos —dije—. No pueden llegar hasta nosotros, como tampoco nosotros podemos llegar hasta ellos.
Aun así, esos chillidos eran desagradables al oído, y cuando finalmente cesaron, quince minutos más tarde, nos sentimos aliviados. Volvimos a la hamaca y después de unos minutos nos dormimos.
Algún tiempo después —una mirada a mi reloj reveló que habíamos dormido alrededor de cuatro horas y media— nos despertó un nuevo estallido de chillidos de los monstruos.
Yacíamos allí, esperando que cesara otra vez en algún momento, pero al cabo de cinco minutos, ninguno de los dos pudo soportarlo más. Salí de la hamaca y fui a los controles.
La Tierra aparecía muy grande en el panel de proa. Verifiqué la posición del sistema de retículas y noté al punto que algo sucedía. Mientras dormíamos, nos habíamos desviado nuevamente de nuestro rumbo: aunque la retícula más tenue seguía fija sobre las Islas Británicas, la retícula principal se había desplazado mucho hacia el Este, y mostraba que íbamos a descender en alguna parte del Mar Báltico.
Llamé a Amelia y le mostré lo que sucedía.
—¿Puedes corregirlo? —dijo.
—Creo que sí.
Mientras tanto, el bramido de los monstruos continuaba.
Nos afirmamos, como siempre, y moví la palanca para corregir el rumbo. Logré corregirlo un poco, pero a pesar de todos mis esfuerzos vi que íbamos a errar el blanco por cientos de kilómetros. Mientras observábamos, noté que la retícula más brillante se desplazaba lentamente hacia el Este.
En ese momento, Amelia me señaló una luz verde que se había encendido, una que no se había encendido hasta entonces. Estaba junto al único control que todavía no había tocado: la palanca que, según sabía, disparaba el chorro de fuego verde por la proa.
Instintivamente comprendí que nuestro viaje tocaba a su fin, e irreflexivamente presioné la palanca.
La reacción del proyectil a esta acción mía fue tan violenta y súbita que ambos fuimos lanzados lejos de los controles. Amelia cayó desmañadamente, y yo, sin poder evitarlo, caí sobre ella. Al mismo tiempo, nuestras pocas posesiones y los alimentos que habíamos dejado por el compartimiento volaron en todas direcciones.
Relativamente, yo no me había lastimado en el accidente, pero Amelia se había golpeado la cabeza contra una pieza de metal que sobresalía y le corría la sangre por el rostro. Estaba casi inconsciente y sufría un intenso dolor, y yo me incliné angustiado sobre ella.
Se sostenía la cabeza con las manos, pero extendió un brazo y me apartó, casi sin fuerzas.
—Estoy… estoy bien, Edward —dijo—. Por favor… me siento un poco mareada. Déjame. No es nada grave…
—Querida, déjame ver qué tienes —exclamé.
Había cerrado los ojos y empalidecido terriblemente, pero siguió repitiendo que no tenía nada grave.
—Tienes que ocuparte de conducir la nave —dijo.
Titubeé durante algunos segundos, pero ella me apartó suavemente, de modo que volví a los controles. Estaba seguro de que yo no había perdido el sentido ni por un momento, pero ahora me parecía que nuestro destino estaba mucho más cerca. No obstante, el centro de la retícula principal se había desplazado, de modo que ahora se encontraba sobre algún lugar del Mar del Norte, lo cual indicaba que el fuego verde había modificado drásticamente nuestro rumbo. Sin embargo, continuábamos derivando hacia el Este.
Volví donde estaba Amelia y la ayudé a ponerse de pie. Había recuperado algo de su compostura, pero continuaba sangrando.
—Mi bolso —dijo—. Hay una toalla en él.
Miré a mi alrededor, pero no pude ver el bolso en ninguna parte. Evidentemente, había sido lanzado fuera de su lugar por la primera sacudida y ahora estaba en alguna parte del compartimiento. Vi que la luz verde seguía encendida y el hecho cierto de que la retícula continuaba desplazándose sin pausa hacia el Este me hizo pensar que debería ocupar mi puesto en los controles.
—Yo lo buscaré —dijo Amelia. Sostenía la manga de su uniforme negro sobre la herida, tratando de detener la sangre. Sus movimientos eran torpes y hablaba con dificultad.
La miré con preocupación y desesperación durante un momento, y luego comprendí lo que deberíamos hacer.
—No —dije con firmeza—. Yo lo buscaré. Tú tienes que meterte dentro del tubo de presión, de lo contrario morirás. ¡Aterrizaremos en cualquier momento!
La tomé por un brazo y la conduje con delicadeza al tubo flexible, que había pendido sin usar durante gran parte del vuelo. Me saqué la chaqueta de mi uniforme y se la di a modo de vendaje provisorio. Se la aplicó contra la cara y, al entrar en el tubo, la tela de éste se ciñó sobre su cuerpo. Yo entré en mi tubo y puse la mano sobre los controles. Al hacerlo, sentí que la tela se ajustaba sobre mi cuerpo. Miré a Amelia para asegurarme de que estaba bien sujeta y luego presioné la palanca verde.
Al observar el panel a través de los pliegues de la tela, vi que la imagen quedaba completamente oscurecida por una llamarada verde. Dejé que el chorro de fuego continuara unos segundos y luego solté la palanca.
La imagen del panel se aclaró y vi que la retícula se había desplazado hacia el Oeste una vez más. Ahora se encontraba directamente sobre Inglaterra, y seguíamos nuestro rumbo exacto.
Sin embargo, continuábamos derivando hacia el Este, y mientras observaba la pantalla, las dos retículas volvieron a desalinearse. El contorno de las Islas Británicas estaba casi oscurecido por el terminador nocturno, y yo sabía que en Inglaterra habría personas que estarían observando el crepúsculo, sin imaginarse lo que descendería sobre ellas durante la noche.
Mientras nos encontrábamos todavía seguros dentro de los tubos de presión, decidí encender los motores otra vez, y compensar de ese modo nuestra continua desviación. Esta vez dejé que la llama verde se mantuviera encendida durante quince segundos, y cuando volví a mirar el panel vi que había conseguido desplazar el centro de la retícula brillante a un punto situado en el Atlántico, a varios cientos de kilómetros al Oeste de Land’s End.
Quedaba ya poco tiempo para este tipo de confirmación visual: dentro de pocos minutos Gran Bretaña habría desaparecido del terminador nocturno.
Me liberé del tubo y fui a ver a Amelia.
—¿Cómo te sientes? —dije.
Trató de dar un paso para salir del tubo que la aprisionaba, pero la contuve.
—Yo buscaré tu bolso. ¿Te sientes mejor?
Ella asintió, y vi que el flujo de sangre virtualmente había cesado. Su aspecto era horroroso, porque su cabello estaba apelmazado sobre la herida y había sangre por toda su cara y en su pecho.
Busqué apresuradamente su bolso por todo el compartimiento. Por fin lo encontré —había quedado enganchado directamente encima de los controles— y se lo llevé. Amelia sacó las manos fuera del tubo y buscó dentro del bolso hasta que encontró varios trozos de tela blanca, doblados con cuidado.
Mientras se aplicaba uno de esos trozos de material absorbente a la herida y enjugaba la mayor parte de la sangre, me pregunté por qué nunca había mencionado antes la existencia de esas toallas.
—Ahora estaré bien, Edward —dijo con voz apagada dentro del tubo—. Es sólo una cortadura. Tienes que dedicar toda tu atención a lograr el aterrizaje de esta odiosa máquina.
La miré unos momentos y vi que lloraba. Comprendí que nuestro viaje terminaría de un momento a otro y que ella, tanto como yo, no podía pensar en otro momento más feliz que aquél en que saliéramos de este compartimiento.
Volví a mi tubo de presión y puse la mano sobre la palanca.