Cuanto más nos acercábamos a la Tierra, tanto más nos veíamos obligados a corregir nuestro rumbo. Dos o tres veces por día consultaba el panel de proa y ajustaba los controles para alinear nuevamente las dos retículas. La Tierra se veía ahora grande y nítida en la pantalla, y Amelia y yo solíamos quedarnos de pie delante de la imagen, observando nuestro mundo en silencio. Relucía con un brillante azul y blanco, indescriptiblemente hermoso. A veces, podíamos ver la Luna junto a ella, mostrando, al igual que la Tierra, una delgada y delicada media luna.
Esta vista debería haber inundado de júbilo nuestros corazones, pero cada vez que, junto a Amelia, observaba esta visión de encanto celestial, sentía dentro de mí una enorme tristeza. Y cada vez que accionaba los controles para dirigirnos con más precisión hacia nuestro destino, me invadían sentimientos de culpa y vergüenza.
Al principio, no lo podía entender y no dije nada a Amelia. Pero a medida que pasaban los días y nuestro mundo se acercaba aceleradamente cada vez más, comprendí mi aprensión y pude, finalmente, hablar de ella con Amelia. Fue así que descubrí que ella también había experimentado lo mismo.
Le dije:
—Dentro de un día o dos descenderemos en la Tierra. Pienso dirigir la nave hacia el océano más profundo y poner fin a todo esto.
—Si lo hicieras, no intentaría detenerte —dijo.
—No podemos imponer a nuestro mundo estos seres —continué—. No podemos afrontar esa responsabilidad. Si muriera un solo hombre o una sola mujer como resultado de las maquinaciones de estos seres, ni tú ni yo podríamos mirarnos a la cara jamás.
Amelia dijo:
—Pero si pudiéramos escapar de la nave con la suficiente rapidez como para alertar a las autoridades…
—No podemos correr ese riesgo. No sabemos cómo salir de esta nave, y si los monstruos salen antes que nosotros, sería demasiado tarde para hacer algo. Querida, tenemos que enfrentar el hecho de que tú y yo debemos estar listos a sacrificarnos.
Mientras hablábamos, había accionado el control que hacía aparecer las dos retículas en la pantalla. La retícula secundaria, que mostraba nuestro destino previsto, aparecía sobre Europa septentrional. No podíamos ver el lugar exacto, ya que esta parte del globo estaba cubierta por una nube blanca. En Inglaterra el día sería gris; quizás estuviera lloviendo.
—¿No podemos hacer nada? —preguntó Amelia.
Observé con tristeza la pantalla.
—No. Como hemos reemplazado a los hombres que deberían haber tripulado esta nave, sólo podemos hacer lo que ellos habrían hecho. Es decir, dirigir la nave manualmente al lugar elegido de antemano por los monstruos. Si seguimos el plan, haremos descender la nave en el punto que aparece en el centro de la retícula. Tenemos que decidir si lo hacemos o no. Puedo dejar que la nave pase de largo sin tocar la Tierra, o puedo dirigirla a un lugar donde sus ocupantes no puedan causar daño.
—Hablaste de que descendiéramos en un océano. ¿Lo decías en serio?
—Es lo único que nos queda por hacer —dije—. Aunque tú y yo seguramente moriríamos, de esa forma evitaríamos verdaderamente que los monstruos escaparan.
—Yo no quiero morir —dijo Amelia, abrazándose a mí.
—Yo tampoco. Pero ¿tenemos el derecho de lanzar a estos monstruos contra nuestra gente?
Era un tópico angustioso, y ninguno de nosotros conocía las respuestas a los interrogantes que nos planteábamos. Nos quedamos observando la imagen de nuestro mundo durante unos minutos, y luego fuimos a comer. Después, los paneles nos atrajeron una vez más, sobrecogidos por las responsabilidades que recaían sobre nosotros.
En la Tierra, las nubes se habían desplazado hacia el Este, y pudimos apreciar los contornos de las Islas Británicas, rodeadas por un mar azul. El círculo central de la retícula se encontraba directamente sobre Inglaterra. Amelia dijo, con voz tensa:
—Edward, tenemos el ejército más poderoso de la Tierra. ¿No podemos dejar en sus manos la responsabilidad de hacer frente a esta amenaza?
—Serían tomados por sorpresa. La responsabilidad es nuestra, Amelia, y no debemos evadirla. Estoy preparado a morir para salvar al mundo. ¿Puedo pedirte que hagas lo mismo?
Era un momento pleno de emoción, y sentí que estaba temblando.
Entonces Amelia miró hacia el panel posterior, que aunque no estaba iluminado, era una advertencia constante de los nueve proyectiles que nos seguían.
—¿Ese falso heroísmo salvará al mundo de los monstruos que nos siguen? —dijo.