Decidí no decir nada de esto a Amelia, al recordar su sentimiento de lealtad hacia el pueblo marciano. Si ella se enteraba de que los monstruos se encontraban a bordo, comprendería que habrían traído consigo su alimento y ello se convertiría en su mayor preocupación. No me preocupaba por saberlo yo mismo —era desagradable saber que más allá del muro de metal de la parte posterior de nuestro compartimiento había varios hombres y mujeres prisioneros que, cuando fuera necesario, se sacrificarían a los monstruos— pero no iba a permitir que ello distrajera mi atención de las tareas principales.
De modo que, aunque Amelia notó mi palidez cuando regresé, no dije nada de lo que había visto. Mi sueño no fue tranquilo esa noche, y hubo un momento en que desperté, y me imaginé que oía un suave canturreo proveniente del compartimiento vecino.
El día siguiente, el segundo que estábamos en el espacio, ocurrió un acontecimiento que hizo difícil que pudiera mantener mi descubrimiento en secreto. Al otro día, y en los días siguientes, hubo nuevos incidentes que lo hicieron imposible.
Sucedió lo siguiente:
Había estado experimentando con el panel que mostraba el panorama que se extendía delante de la nave, tratando de comprender el dispositivo que habían traducido en forma aproximada como blanco. Había encontrado que ciertas perillas hacían que se proyectase sobre la imagen una retícula iluminada. Esto concordaba, por cierto, con lo del blanco, ya que en el centro de la retícula había un círculo dividido por dos líneas en cruz. No obstante, fuera de ello no había podido aprender nada más.
Dediqué mi atención al panel posterior.
En éste, la vista de Marte había cambiado un poco mientras dormíamos. El planeta rojizo estaba ahora lo suficientemente lejos como para que casi en su totalidad apareciera como un disco en el panel, aunque todavía, debido a la rotación de nuestra nave, parecía girar. Estábamos del lado del sol del planeta —lo que era en sí reconfortante, ya que la Tierra se encuentra hacia el Sol, con respecto a Marte— y la zona visible tenía aproximadamente la forma que uno ve, en la Tierra, uno o dos días antes de la luna llena. El planeta giraba sobre su propio eje, por supuesto, y durante la mañana había visto aparecer la gran protuberancia del volcán.
Entonces, justo en el momento en que mi reloj indicaba que era casi mediodía, una enorme nube blanca apareció cerca de la cumbre del volcán.
Llamé a Amelia a los controles y le mostré lo que había visto.
Ella miró fijamente en silencio durante unos minutos, y luego dijo:
—Edward, creo que han disparado un segundo proyectil.
Asentí sin pronunciar palabra, ya que ella sólo había confirmado mis propios temores.
Toda esa tarde observamos el panel posterior, y vimos que la nube se desplazaba lentamente sobre la superficie de ese mundo. Del proyectil en sí no pudimos ver traza alguna, pero ambos sabíamos que ya no estábamos solos en el espacio.
El tercer día dispararon un tercer proyectil, y Amelia dijo:
—Somos parte de una invasión a la Tierra.
—No —le dije, mintiéndole cruelmente—. Creo que tendremos veinticuatro horas para poner sobre alerta a las autoridades de la Tierra.
Pero al cuarto día lanzaron al espacio otro proyectil detrás de nosotros y, como había sucedido con los tres precedentes, el momento del disparo fue casi exactamente a mediodía.
Amelia dijo, con lógica irrebatible:
—Se ajustan a un patrón regular, y nuestra nave fue la primera pieza de ese patrón. Edward, sostengo que somos parte de una invasión.
Fue entonces que ya no pude mantener más mi secreto. La llevé por los pasajes que corrían a lo largo de la nave y le mostré lo que había visto por la mirilla. Los monstruos no se habían movido y continuaban su pacífico sueño mientras proseguía su vuelo hacia la Tierra. Amelia observó por la abertura en silencio.
—Cuando lleguemos a la Tierra —dijo, tendremos que actuar con rapidez. Debemos escapar del proyectil tan pronto como sea posible.
—A menos que podamos destruirlos antes de aterrizar —dije.
—¿Hay algún modo de hacerlo?
—Estuve pensando. No hay modo de entrar en la bodega. —Le mostré la forma en que habían soldado la escotilla—. Quizá pudiéramos encontrar alguna manera de cortarles el suministro de aire.
—O poner algún veneno en él.
Me aferré a esta solución con ansiedad, ya que, desde que había hecho mi descubrimiento, habían crecido mis temores acerca de lo que estos seres podían hacer en la Tierra. ¡Ni siquiera cabía pensar en que podría permitírseles llevar a cabo su obra diabólica! No tenía idea de la forma en que el aire circulaba por la nave, pero, a medida que aumentaba mi conocimiento de los controles, también aumentaba mi confianza, y pensé que el problema no debía ser imposible de resolver.
No le había dicho nada a Amelia acerca de los esclavos de la bodega —porque para ese entonces yo ya estaba convencido de que había muchos a bordo—, pero había sido injusto con ella cuando preví la reacción que tendría.
Esa noche Amelia dijo:
—¿Dónde están los esclavos marcianos, Edward?
Su pregunta fue tan directa que no supe qué contestar.
—¿Están en el compartimiento detrás del nuestro? —continuó.
—Sí —dije—. Pero está sellado.
—¿De modo que no hay posibilidad de liberarlos?
—Ninguna, que yo sepa —dije.
Nos quedamos en silencio después de esa breve conversación, porque lo horrible de las perspectivas que esperaban a esos desdichados era inconcebible. Más tarde, hallándome solo, fui hasta la escotilla de los esclavos y traté de ver si podía abrirla, pero fue inútil. Según puedo recordar, ni yo ni Amelia volvimos a referirnos a los esclavos otra vez. Y, por lo menos, me alegré de que así fuera.