Ahora casi corríamos, porque teníamos nuestro objetivo a la vista. Pasamos entre las filas de proyectiles listos y nos encaminamos a la recámara del gigantesco cañón. Amelia, que veía el emplazamiento por primera vez, apenas podía dar crédito a sus ojos.
—¡Hay tantos! —dijo, casi sin aliento por el esfuerzo de correr cuesta arriba por la ladera de la montaña.
—Va a ser una invasión en gran escala —dije—. No podemos permitir que los monstruos ataquen la Tierra.
Durante la visita que había hecho el día anterior, las actividades de los monstruos se habían circunscripto al sector donde se armaban las máquinas, y este depósito de relucientes proyectiles no había tenido custodia. En cambio, ahora había monstruos y vehículos por todas partes. Continuamos apresuradamente, sin que nos detuvieran.
No había señal de humanos, aunque me habían dicho que para el momento en que entráramos al proyectil nuestros amigos estarían a cargo del dispositivo que disparaba el cañón. Confiaba en que hubiera habido aviso de nuestra llegada, porque no deseaba esperar mucho tiempo allí.
La escalera estaba todavía en su lugar, y conduje a Amelia por ella hasta la entrada a la cámara interior. Era tal nuestro apuro, que cuando uno de los monstruos que estaba en la base de la escalera estalló en una serie de chillidos modulados, no le prestamos atención. Ahora estábamos tan cerca de nuestro objetivo, tan cerca del instrumento que nos devolvería a la Tierra, que pensábamos que nada podía impedir nuestro propósito.
Me detuve para permitir que Amelia entrara primero, pero ella me hizo ver que sería más sensato que yo fuera adelante. Así lo hice, descendiendo por ese túnel gélido y oscuro hacia el bloque que cerraba la recámara del cañón, y dejando atrás la pálida luz del sol de Marte.
La escotilla de la nave estaba abierta, y esta vez Amelia entró antes que yo. Descendió por la rampa hacia el centro del proyectil, mientras yo me ocupaba de cerrar la escotilla como me habían indicado. Ahora que ya estábamos adentro, alejados de los ruidos y enigmas de la civilización marciana, repentinamente me sentí muy calmo y decidido.
Este interior espacioso, tranquilo, vagamente iluminado, totalmente vacío, era un mundo distinto de esa ciudad y sus gentes atormentadas; esta nave, producto del intelecto más despiadado del Universo, era nuestra salvación y nuestro hogar.
En otro momento, habría sido el vehículo de una terrible invasión a la Tierra; ahora, en las seguras manos de Amelia y mías, podía convertirse en la salvación de nuestro mundo. Era una presa de guerra, una guerra que en estos momentos la gente de la Tierra ni siquiera sospechaba.
Verifiqué la escotilla una vez más, para cerciorarme de que estaba realmente asegurada, luego tomé a Amelia entre mis brazos y la besé.
Ella dijo:
—La nave es enorme, Edward. ¿Estás seguro de que sabes lo que hay que hacer?
—Déjalo por mi cuenta.
Esta vez, mi confianza no era simulada. Otra vez, antes, había tomado una medida imprudente para evitar un destino aciago, y ahora veía que el destino nuevamente estaba en mis manos. Era tanto lo que dependía de mi capacidad y de mis acciones. La responsabilidad del futuro de mi mundo recaía sobre mis espaldas. ¡No podía ser que fallara!
Conduje a Amelia hacia arriba, por el piso inclinado de la cabina, y le mostré los tubos de presión que nos sostendrían y protegerían cuando se disparase el cañón. Consideré que era mejor que entráramos en ellos de inmediato, ya que no teníamos ninguna forma de saber en qué momento nuestros amigos del exterior efectuarían el lanzamiento de la nave. En esta situación tan confusa, los acontecimientos eran impredecibles.
Amelia entró en su tubo y observé cómo la extraña sustancia la envolvía.
—¿Puedes respirar? —le pregunté.
—Sí. —Su voz sonaba amortiguada, pero se oía bien—. ¿Cómo sales de esto? Me siento como aprisionada.
—Simplemente sales caminando —le dije—. No ofrecerá ninguna resistencia a menos que estemos sometidos a la fuerza de la aceleración.
Dentro de su tubo transparente, Amelia sonrió para demostrar que comprendía, de modo que yo me dirigí al mío. Pasé con dificultad junto a los controles que quedaban bien al alcance de mi mano, y luego sentí que la suave tela me envolvía. Una vez cubierto todo mi cuerpo, dejé aflojar la tensión en que me encontraba y esperé que se produjera el lanzamiento. Pasó largo tiempo. No había nada que hacer salvo mirar los pocos metros que nos separaban y observar a Amelia y sonreírle. Podíamos oírnos si nos hablábamos, pero requería un esfuerzo considerable.
La primera señal de vibración, cuando llegó, fue tan débil que pude haberla atribuido a mi imaginación, pero momentos después fue seguida por otra. Luego se produjo una repentina sacudida y sentí que los pliegues de la tela se ajustaban contra mi cuerpo.
—¡Estamos en movimiento, Amelia! —grité, aunque no era necesario, ya que no había modo de confundir lo que estaba sucediendo.
Después de la primera sacudida se produjeron otras varias, de creciente intensidad, pero luego de un rato el movimiento se hizo suave y la aceleración constante. El tubo de tela me aprisionaba como una mano gigantesca, pero aun así podía sentir la presión generada por nuestra velocidad, mucho mayor que la que había experimentado en la nave más pequeña. Además, el período de aceleración era mucho más largo, presumiblemente como consecuencia de la inmensa longitud del tubo del cañón. Ahora se oía un ruido como nunca había oído: un poderoso rugido, un sonido atronador, al ser lanzada la nave por su tubo de hielo.
En el momento en que la aceleración alcanzaba el punto en que pensé que ya no iba a poder resistir más, aun dentro del abrazo protector del tubo, vi que Amelia había cerrado los ojos y que parecía haber perdido el conocimiento. Le grité, pero en el estruendo de nuestro lanzamiento no había ninguna esperanza de que pudiera oírme. La presión y el ruido eran, ahora, intolerables, y sentí que me mareaba y que mi vista se oscurecía. En el momento en que ya me quedaba sin vista, el rugido se convirtió en un murmullo sordo como ruido de fondo y la presión cesó repentinamente.
Los pliegues de la tela se aflojaron y salí del tubo con pasos inseguros. Amelia, liberada de la misma manera, cayó inconsciente al piso de metal. Me incliné sobre ella, dándole suaves palmadas en las mejillas… y pasaron unos instantes antes de que comprendiera que por fin nos habían lanzado al espacio.