Nos acercamos a las máquinas de guerra con mucho recelo, temiendo lo peor a cada paso. Pero no nos molestaron, y pronto habíamos pasado debajo de las elevadas plataformas y avanzábamos por el túnel hacia el emplazamiento de los cañones.
Una gran desconfianza estaba surgiendo dentro de mí, y me aterraba pensar en que pronto tendríamos que pasar bajo el escrutinio de los monstruos que custodiaban la entrada. Mi sensación de inseguridad se hizo más profunda cuando, segundos más tarde, oímos más explosiones en la ciudad y vimos varias máquinas de guerra que se desplazaban velozmente, disparando sus cañones.
—Me pregunto —dije—, si sospechan el papel que hemos tenido en la revuelta. Tu joven amiga se mostraba muy reacia a continuar con nosotros.
—Ella no tiene uno de estos uniformes.
—Es verdad —dije, pero no me sentía tranquilo.
La entrada al emplazamiento de los cañones ya estaba muy cerca y se veían elevarse las moles de los grandes cobertizos.
A último momento, cuando estábamos a no más de cinco metros de los puestos de observación de los monstruos, vi a uno de los dos jóvenes marcianos con quienes había estado el día anterior. Fuimos directamente hacia él. Había un vehículo vacío junto al camino y, junto con el marciano, nos ocultamos detrás de él.
Una vez fuera de la vista de los monstruos de la entrada, el marciano explotó en una serie de sonidos sibilantes y gestos demostrativos.
—¿Qué dice? —le pregunté a Amelia.
—No tengo la menor idea.
Esperamos hasta que terminó, y luego el marciano se quedó mirándonos fijamente, como si esperara una respuesta. Estaba a punto de comenzar nuevamente su andanada de palabras y gestos, cuando Amelia le señaló el emplazamiento de los cañones.
—¿Podemos entrar? —le dijo, pensando evidentemente que si él podía hablarnos en su idioma, nosotros podíamos hablarle en el nuestro, pero le ayudaba a comprender señalándole el emplazamiento.
No comprendimos su respuesta.
—¿Piensas que dijo que sí? —pregunté.
—Hay una sola manera de saberlo.
Amelia levantó la mano hacia él, y luego caminó en dirección a la entrada. La seguí, y ambos miramos hacia atrás para ver si esta acción provocaba alguna reacción negativa. Pareció no tratar de hacer ningún movimiento para detenernos; en cambio, levantó su mano en forma de saludo, de modo que continuamos avanzando.
Decididos ahora a terminar con este trance de una vez por todas, pasamos delante de los paneles de observación de los monstruos antes de darnos cuenta. No obstante, apenas habíamos andado unos pasos cuando un chillido de uno de los puestos nos heló la sangre. Nos habían descubierto.
Nos detuvimos, y de pronto me encontré temblando. Amelia había palidecido.
El chillido se oyó nuevamente y se repitió una vez más.
—Edward… debemos seguir caminando.
—¡Pero nos ordenaron que nos detuviéramos! —exclamé.
—No sabemos si fue así. Sólo nos queda seguir caminando.
Así, esperando oír, en el mejor de los casos, otro chillido bestial o, en el peor de ellos, ser abatidos por el rayo de calor, continuamos caminando hacia el cañón de nieve.
Milagrosamente, no nos detuvieron más.