IV

Nos habíamos acostado en una atmósfera de tensa calma, pero cuando despertamos la situación era muy diferente.

Lo que nos despertó fue un sonido que nos hizo sentir escalofríos de temor: el ulular de las sirenas de los monstruos y los ecos de explosiones distantes. Mi primer pensamiento, producto de la experiencia, fue que había habido otra invasión, pero, cuando saltamos de la hamaca y vimos que el dormitorio estaba desierto, comprendimos que la lucha debía estar librándose entre fuerzas opositoras dentro de la ciudad. ¡Los marcianos no habían esperado!

Una máquina de guerra pasó junto al edificio y sentimos temblar las paredes por la vibración que provocaba a su paso.

Edwina, que hasta ese momento se había ocultado junto a la puerta, se precipitó hacia nosotros cuando vio que estábamos despiertos.

—¿Dónde están los demás? —dijo Amelia de inmediato.

—Se fueron durante la noche.

—¿Por qué no nos avisaron?

—Dijeron que ahora ustedes sólo querían irse volando en la máquina.

—¿Quién comenzó esto? —dije, refiriéndome al pandemónium que había fuera del edificio.

—Comenzó durante la noche, cuando se fueron los demás.

—¿Y nosotros habíamos dormido con todo este ruido y confusión? Apenas parecía posible. Fui a la puerta y espié la calle. La máquina de guerra se había ido, y se podía ver su plataforma blindada por encima de unos edificios cercanos. A cierta distancia podía ver una columna de humo negro y hacia mi izquierda, un pequeño incendio. A la distancia, había otras explosiones, aunque no veía humo, y al cabo de un momento oí los estampidos de dos máquinas de guerra que replicaban.

Volví a reunirme con Amelia.

—Es mejor que vayamos al emplazamiento de los cañones —dije—. Quizá todavía sea posible apoderarnos del proyectil.

Ella asintió, y nos dirigimos al lugar donde nuestros antiguos amigos nos habían preparado dos uniformes negros. Cuando nos vestimos con ellos y estábamos preparándonos para salir, Edwina nos miró, insegura.

—¿Vienes con nosotros? —dije con brusquedad. Ya me había cansado de su voz aflautada y de la poca confianza que merecían sus traducciones. Me preguntaba cuánta información errónea habíamos recibido por su intermedio.

Ella dijo:

—¿Tú quieres que vaya, Amelia?

Amelia mostró una expresión de duda, y me dijo:

—¿Qué te parece?

—¿La necesitaremos?

—Sólo si tenemos algo que decir.

Lo pensé durante unos segundos. A pesar de lo mucho que desconfiaba de ella, era nuestro único contacto con la gente de este lugar y por lo menos se había quedado, cuando los demás se habían ido.

Dije:

—Puede venir con nosotros hasta el emplazamiento de los cañones.

Sin más, y deteniéndonos sólo para recoger el bolso de Amelia, partimos de inmediato.

Al cruzar apresuradamente la ciudad, se hizo evidente que aunque los marcianos habían comenzado su revolución, los daños todavía eran de poca importancia y estaban limitados a unos pocos sectores. Las calles no estaban desiertas, ni tampoco atestadas de gente. Había algunos marcianos reunidos en pequeños grupos, vigilados por las máquinas de guerra, y a la distancia podíamos oír muchas sirenas. Cerca del centro de la ciudad encontramos evidencia de una revuelta más directa: varias máquinas de guerra habían sido volcadas de alguna manera y yacían indefensas, a través de las calles; estas máquinas constituían eficaces barricadas, por cuanto una vez que una torre de estas se volcaba ya no podía levantarse por sí misma, y de esa manera obstruía el paso de los vehículos de superficie.

Cuando llegamos al lugar donde la pantalla de fuerza eléctrica se prolongaba hacia el emplazamiento de los cañones, se hizo muy evidente la presencia de los monstruos y de sus máquinas de guerra. En apretado grupo había varios vehículos de superficie y cinco máquinas de guerra, con sus cañones de calor apuntando hacia arriba.

Nos detuvimos ante esta vista, sin saber si continuar avanzando. No se veían marcianos, aunque pudimos notar varios cuerpos calcinados que habían sido amontonados sin cuidado junto a la base de uno de los edificios. Evidentemente, aquí se había luchado y los monstruos habían conservado su supremacía. Acercarnos ahora nos causaría una muerte casi segura.

De pie, allí, indeciso, comprendí lo apremiante que era llegar al proyectil antes de que empeorara la situación.

—Es mejor que esperemos —dijo Amelia.

—Creo que debemos seguir —dije tranquilamente—. No nos van a detener con los uniformes que llevamos puestos.

—¿Y Edwina?

—Ella tendrá que quedarse aquí.

No obstante, a pesar de mi aparente resolución, yo no estaba seguro. Mientras observábamos, una de las máquinas de guerra se desplazó hacia un costado y su cañón de calor giró en forma amenazante. Extendió sus brazos metálicos colgantes hasta alcanzar el interior de uno de los edificios cercanos, aparentemente tanteando para ver si había alguien que se ocultaba en él. Después de unos momentos, continuó su marcha, esta vez desplazándose a mayor velocidad.

Entonces Amelia dijo:

—¡Por aquí, Edward!

Un marciano nos hacía señas desde uno de los otros edificios, agitando sus largos brazos. Con la mirada atenta a las máquinas, nos apresuramos a acercarnos a él y al momento Edwina y el marciano intercambiaron algunas palabras. Lo reconocí como uno de los hombres que había conocido el día anterior.

En un momento dado, Edwina dijo:

—Dice que sólo los pilotos de las máquinas de guerra voladoras pueden pasar. Los dos que ayer le mostraron la nave los están esperando.

Había algo en la forma en que dijo esto que me provocó cierta sospecha, pero no podía decir qué era, mientras no tuviera más pruebas.

—¿Vas a venir con nosotros? —preguntó Amelia.

—No, yo me quedo a luchar.

—Entonces, ¿dónde están los otros? —inquirí.

—En la máquina de guerra voladora.

Llevé a Amelia hacia un costado.

—¿Qué haremos?

—Debemos seguir. Si la revolución causa más problemas quizá no podamos partir.

—¿Cómo sabemos que no vamos directamente hacia una trampa? —dije.

—¿Pero quién nos la tendería? Si no podemos confiar en la gente, estamos perdidos.

—Eso es precisamente lo que me preocupa —dije.

El hombre que nos había hecho señas ya había desaparecido en el interior del edificio y Edwina parecía estar a punto de correr tras él. Miré por encima de mi hombro hacia las máquinas de los monstruos, pero no se apreciaba ningún movimiento.

Amelia dijo:

—Adiós, Edwina.

Levantó la mano, con los dedos separados, y la joven marciana hizo lo mismo.

—Adiós, Amelia —dijo, y luego se volvió y entró al edificio.

—Fue una fría despedida —dije—. Considerando que eres el líder de la revolución.

—No comprendo, Edward.

—Yo tampoco. Creo que debemos llegar al proyectil sin pérdida de tiempo.