Amelia y yo pasamos esa noche en uno de los dormitorios de la ciudad. Nuevamente, nos había sido muy difícil conversar entre nosotros, porque Edwina estaba siempre presente, pero cuando por fin nos tendimos en una hamaca, pudimos hablar con tranquilidad.
Yacíamos abrazados; ese era el deber de nuestros papeles míticos que a mí me resultaba más fácil de cumplir.
—¿Has inspeccionado la nave? —dijo Amelia.
—Sí. Creo que no habrá problemas. La zona está llena de monstruos, pero todos ellos están ocupados con sus preparativos.
Le conté lo que había visto: la cantidad de proyectiles listos para ser disparados contra la Tierra, la disposición dentro de la nave.
—Entonces, ¿cuántos seres piensan invadirnos? —dijo Amelia.
—El proyectil en que viajaremos lleva cinco de esas bestias. No pude contar los otros proyectiles… con seguridad había algunos centenares.
Amelia permaneció en silencio durante un rato, y luego dijo:
—Me pregunto, Edward… si la revolución es necesaria en estos momentos. Si esa ha de ser la magnitud de la migración, entonces ¿cuántos monstruos más quedarán en Marte? ¿Es posible que el plan contemple el éxodo total?
—Yo también había pensado en eso.
—Me pareció que era algo para lo cual no estábamos preparados, pero ¡qué ironía sería si dentro de unos días no quedaran monstruos que derrocar!
—Y el enemigo estaría en la Tierra —dije—. ¿No comprendes lo urgente que es volver a la Tierra antes que los monstruos?
Poco después, Amelia dijo:
—La revolución debe estallar mañana.
—¿No podrían esperar los marcianos?
—No… el lanzamiento de nuestra nave va a ser la señal para iniciar el movimiento.
—Pero ¿no podríamos disuadirlos? Si sólo quisieran esperar…
—No has visto todos sus preparativos, Edward. El entusiasmo de la gente es irrefrenable. He encendido una mecha y la explosión se producirá dentro de pocas horas.
Después de esto no dijimos más, pero yo, por lo menos, apenas pude dormir. Me preguntaba si ésta era realmente nuestra última noche en este mundo desdichado, o si alguna vez podríamos librarnos de él.