VI

Justo cuando nos preparábamos para salir hacia nuestra siguiente escala, mi emisario regresó, trayendo dos jóvenes marcianos vestidos con el uniforme negro de los hombres que dirigían los proyectiles.

Al verlos me sorprendí un poco. De todos los humanos que había conocido en este planeta, los hombres preparados para dirigir los proyectiles eran los que estaban más cerca de los monstruos, y por lo tanto, era en ellos en quienes yo menos había esperado que confiaran, ahora que el viejo orden estaba por ser derrocado. Pero aquí estaban estos dos hombres, admitidos en uno de los centros neurálgicos de la revolución.

De pronto mi idea se volvió más fácil de realizar. Había planeado entrar en el cañón de nieve, mientras Amelia y yo estábamos disfrazados, y tratar de hacer funcionar los controles yo mismo. Sin embargo, si podía comunicarles a estos dos lo que quería, ellos podrían mostrarme cómo pilotear la nave, o bien venir con nosotros hasta la Tierra.

Me dirigí a Edwina:

—Quiero pedir a estos dos hombres que me lleven a su máquina de guerra voladora, y me muestren cómo funciona.

La niña me repitió la oración, y, cuando estuve seguro de que me había entendido bien, la transmitió. Uno de los marcianos respondió.

—Quiere saber adonde piensas llevar la nave —dijo Edwina.

—Diles que quiero robarla a los monstruos, y llevarla al mundo cálido.

Edwina replicó de inmediato:

—¿Irás solo, hombrecillo pálido, o irá Amelia contigo?

—Iremos juntos.

La reacción de Edwina ante mis palabras no fue lo que yo hubiera deseado. Se volvió hacia los revolucionarios, y se lanzó a pronunciar un largo discurso, con muchos sonidos sibilantes y movimientos de los brazos. Antes de que terminara, alrededor de una docena de marcianos corrieron hacia mí, me tomaron por los brazos y me sujetaron con el rostro apretado contra la pared.

Desde el otro lado de la habitación, Amelia exclamó:

—¿Qué dijiste Edward?