V

Llegamos a la ciudad sin inconvenientes, y nuestros cómplices marcianos nos llevaron por las calles.

No se veía tan poca población aquí como en la Ciudad Desolación. Había menos edificios vacíos, y el evidente poderío militar de los monstruos había impedido que los invadieran. Otra diferencia era que había fábricas dentro de la misma ciudad —como también en zonas aisladas afuera—, pues había un manto de humo industrial que servía para avivar mi nostalgia de Londres.

No tuvimos mucho tiempo para ver bien la ciudad, ya que de inmediato nos llevaron a uno de los salones dormitorio. Allí, en una pequeña habitación en el fondo, entramos en contacto con una de las principales células de la revolución.

Cuando entramos, los marcianos demostraron su entusiasmo dando saltos como antes. No pude evitar solidarizarme con esta pobre gente esclavizada, y compartir su entusiasmo al hacerse más factible la caída de los monstruos.

Recibimos el mismo tratamiento que la realeza en Inglaterra, y me di cuenta de que Amelia y yo nos comportábamos como reyes. Esperaban ansiosos nuestra respuesta, y mudos, como estábamos obligados a permanecer, sonreíamos y asentíamos mientras, uno después de otro, los marcianos nos explicaban a través de Edwina cuál era la tarea que se les había asignado.

De aquí nos llevaron a otro lugar, y se repitió lo mismo. Era casi exactamente como yo le había descrito a Amelia: ella había sido el catalizador que impulsó a los marcianos a la acción, y había puesto en movimiento una cadena de acontecimientos que ya no podía controlar más.

Empezaba a cansarme y a perder la paciencia, y mientras nos dirigíamos a inspeccionar una tercera célula, dije a Amelia:

—No estamos aprovechando nuestro tiempo.

—Tenemos que hacer lo que ellos quieren. Les debemos por lo menos eso.

—Me gustaría ver algo más de la ciudad. Ni siquiera sabemos dónde se encuentra el cañón de nieve.

A pesar de que había seis marcianos con nosotros, cada uno de los cuales trataba de hablar con ella por medio de Edwina, Amelia expresó lo que sentía encogiendo los hombros con gesto cansado.

—No puedo dejarlos ahora —dijo—. Tal vez puedas hacerlo solo.

—¿Y quién sería mi intérprete?

Edwina tiraba de la mano de Amelia, y trataba de mostrarle el edificio hacia el cual caminábamos en ese momento, y donde cabía suponer que se ocultaba la siguiente célula revolucionaria. Amelia sonreía y asentía cumpliendo con su deber.

—Será mejor que no nos separemos —dijo—. Pero si le preguntas a Edwina, quizás ella podría averiguar lo que tú quieres saber.

Poco después entramos en el edificio, y en el oscurecido sótano nos recibieron unos cuarenta entusiastas marcianos.

Momentos más tarde logré apartar a Edwina de Amelia lo suficiente como para explicarle lo que quería. No pareció interesarle y pasó el mensaje a uno de los marcianos de ciudad que nos acompañaban, el cual abandonó el sótano pocos minutos después, mientras nosotros continuábamos inspeccionando nuestras tropas revolucionarias.