Cuando Amelia terminó su relato descubrí que me habían empezado a temblar las manos, y que aún en medio del frío habitual del edificio las tenía húmedas de transpiración al igual que la cara. Durante varios minutos no pude articular palabra, mientras trataba de encontrar una forma de expresar el torbellino de emociones que sentía.
Finalmente mis palabras fueron simples y directas.
—Amelia —dije—, ¿tienes idea de cuál es el planeta que estos seres piensan colonizar?
Con un gesto impaciente respondió:
—¿Qué importa? Mientras están ocupados con esto son vulnerables a un ataque. Si perdemos esta oportunidad, es posible que nunca tengamos otra.
De pronto vi un aspecto de Amelia que no había notado antes. A su manera, se había vuelto un poco desalmada. Entonces reflexioné de nuevo y comprendí que parecía desalmada sólo porque nuestra propia aceptación del destino que nos tocaba había destruido su sentido de la perspectiva.
Fue con amor, entonces, que le pregunté:
—Amelia… ¿eres ahora totalmente marciana? ¿O temes lo que podría suceder si estos monstruos invadieran la Tierra?
La perspectiva le produjo el mismo horror que yo también había experimentado. Su rostro tomó el color de las cenizas y se le llenaron los ojos de lágrimas. Boquiabierta, se llevó las manos a los labios. Bruscamente pasó junto a mí, cruzó la separación y corrió a través del salón. Cuando llegó a la pared opuesta, se cubrió la cara con las manos y sus hombros se estremecieron con el llanto.