VI

Con un estremecimiento, arrojé a un lado el cuchillo ensangrentado y con un esfuerzo conseguí pasar sobre el cuerpo inerte y llegar hasta la puerta. Con cierta dificultad conseguí pasar, porque tenía las manos resbalosas por la sangre y suero del monstruo. Por fin pude izarme nuevamente hasta el techo, respirando aliviado el aire enrarecido, ahora que estaba lejos de los olores fétidos del monstruo. El bolso estaba en el techo, donde lo había dejado.

Lo recogí y, como necesitaba tener mis manos libres, me lo colgué del cuello por medio de una de sus largas manijas.

Durante un momento me quedé mirando hacia abajo, porque hasta donde alcanzaba mi vista, en todas direcciones, los esclavos que habían sobrevivido a la masacre habían abandonado su trabajo y vadeaban por el fango en dirección a la torre. Algunos ya habían llegado a terreno firme y corrían hacia mí, agitando sus brazos largos y delgados y gritando con sus voces agudas y chillonas.

La pata que estaba más cerca de mí me pareció la más recta de las tres, ya que estaba acodada en un solo lugar. Con grandes dificultades me deslicé por la saliente y conseguí sujetarme de la pata metálica con mis rodillas. Después me solté de la plataforma y rodeé con mis manos el áspero metal de la pata. Se había derramado mucha sangre de la plataforma, y aunque se estaba coagulando rápidamente al sol, había vuelto muy resbaladizo el metal. Con gran precaución al principio, y luego con más confianza a medida que me acostumbraba a ello, me deslicé hacia abajo por la pata hasta el suelo, con el bolso colgando ridículamente sobre mi pecho.

Al llegar al suelo y volverme, vi que una gran multitud de esclavos había presenciado mi descenso y que esperaban para saludarme. Me quité el bolso del cuello y avancé hacia ellos. De inmediato retrocedieron nerviosos, y oí sus voces que gorjeaban con expresión de alarma. Al bajar la vista y mirarme a mí mismo, vi que tenía las ropas y la piel empapadas con la sangre del monstruo y que, en los pocos minutos que había estado expuesto a la luz del sol, el calor radiante había secado esa inmundicia y hacía brotar un olor desagradable.

Los esclavos me observaban en silencio.

Entonces vi que una esclava en particular se abría paso entre la multitud hacia mí, apartando a los demás en su apresuramiento. Vi que era más baja que los demás, y de piel más clara. Aunque estaba cubierta del barro de los matorrales de maleza roja, y vestida con andrajos, vi que tenía los ojos azules y brillantes por las lágrimas, y que su cabello caía sobre sus hombros.

¡Amelia, mi adorada Amelia, corrió hacia mí y me abrazó con tal violencia que casi me derribó!

—¡Edward! —exclamó delirante, cubriéndome la cara de besos—. ¡Oh, Edward! ¡Qué valiente fuiste!

Yo estaba tan embargado por la emoción y el entusiasmo que apenas podía hablar. Luego, por fin, pude articular una frase, ahogada por mis lágrimas de alegría.

—Todavía tengo tu bolso —dije.

Fue todo lo que se me ocurrió.