No servía de nada recriminarme a mí mismo por mi falta de previsión, esa máquina increíble se movía ya a una velocidad de alrededor de treinta kilómetros por hora, y continuaba acelerando. El aire atronaba en mis oídos y mi cabello flameaba en el viento. Los ojos me lloraban.
La torre de vigilancia que había estado junto a la mía en las rocas marchaba a pocos metros delante de nosotros, pero nos manteníamos a su misma velocidad. Debido a ello, pude ver la forma en que ese artefacto daba sus pasos tan desgarbados. Vi que no era nada menos que una versión más grande de las tres patas que propulsaban a los vehículos de superficie, pero en este caso el efecto era sorprendente por lo extraño del movimiento. Al avanzar a gran velocidad no había nunca más de dos patas en contacto con el suelo en cualquier momento dado, y ello sólo durante un fugaz instante. El peso se transfería continuamente de una pata a la siguiente, mientras las dos restantes se levantaban y avanzaban. A ese efecto, la plataforma que estaba en la parte superior se inclinaba ligeramente hacia la derecha, pero la suavidad misma del movimiento indicaba que había algún tipo de mecanismo de transmisión debajo de la plataforma que absorbía las irregularidades pequeñas del suelo. Me sentía muy poco seguro de mi precaria posición, pero por el momento la firmeza con que me asía de la barandilla era suficiente para asegurarme.
En la excitación del momento, me maldije por no haberme dado cuenta de que estas torres en sí debían ser móviles. Era verdad que no había visto nunca una en movimiento, pero tampoco ninguna de mis especulaciones acerca del uso que se les daba había tenido sentido en absoluto.
Todavía continuábamos acelerando, moviéndonos en una amplia formación hacia la ciudad enemiga.
A la vanguardia marchaba una línea de vehículos. A ambos flancos había cuatro torres. Detrás de ellos, extendidos en una segunda línea de casi un kilómetro de largo, había otros diez vehículos de superficie. El resto, incluida la torre donde yo me encontraba aferrado con desesperación, seguía detrás, en formación abierta. Nos movíamos ya a una velocidad tal que las patas lanzaban una nube de arena y polvo que me golpeaba la cara. Mi máquina continuaba corriendo con una marcha suave, y su motor zumbaba dando una sensación de gran poder.
En menos de un minuto, aproximadamente, marchábamos a la velocidad máxima que podría alcanzarse con un tren a vapor, y a partir de ese momento la velocidad se mantuvo constante. Ya no se trataba de huir de esta espantosa situación; todo lo que podía hacer era mantenerme de pie y tratar de no ser despedido.
¡Mi caída casi se vio anticipada cuando, sin previo aviso, se abrió entre mis pies una plancha de metal! Con gran esfuerzo me aparté hacia un lado, dando gracias por el hecho de que el movimiento de la máquina fuera constante, y observé con incredulidad que por la abertura aparecía un inmenso artefacto de metal, montado sobre tubos telescópicos. Cuando pasó a pocos centímetros de mi cara, vi con horror que el objeto montado sobre el dispositivo telescópico era el tubo de un cañón de calor. Continuó elevándose hasta que sobresalió dos metros y medio, o más, por encima del techo de la torre.
Delante de nosotros, vi que las otras torres también habían asomado sus cañones, ¡y nos lanzamos directamente hacia adelante por el desierto, en esta extraordinaria carga de caballería!
La arena lanzada por los vehículos que nos precedían casi me enceguecía, de modo que durante uno o dos minutos no pude ver más que las dos torres que avanzaban velozmente delante de la mía. Los vehículos de vanguardia debían haber girado a la derecha y a la izquierda en forma repentina, porque sin previo aviso la nube de polvo se abrió y pude ver directamente hacia adelante.
¡Como resultado del cambio de dirección de los vehículos de vanguardia, nos vimos lanzados a la primera línea de combate!
Delante de mí podía ver las máquinas de la ciudad atacada, que cruzaban el desierto para enfrentarnos. ¡Y qué máquinas eran! Había pocos vehículos de superficie, pero los defensores avanzaban confiados hacia nosotros, en sus torres. Apenas podía creer lo que veía. Estas máquinas de guerra empequeñecían sobradamente las que estaban de mi lado, elevándose como mínimo a treinta metros de altura.
Las más cercanas estaban ahora a cerca de medio kilómetro de distancia y se aproximaban a cada segundo.
Observé atónito a estos titanes avanzar hacia nosotros con tanta facilidad. La construcción que coronaba las tres patas no era una plataforma desnuda, sino una compleja maquinaria de enorme tamaño. Sus paredes estaban abarrotadas de dispositivos con funciones inconcebibles y, donde las torres de vigilancia más pequeñas tenían la ventana negra ovalada, había una serie de ventanillas multifacéticas que destellaban y relucían a la luz del sol. Brazos colgantes articulados, como los de las arañas mecánicas, se movían amenazadores a medida que las máquinas de guerra avanzaban, y por cada una de las articulaciones de esas increíbles patas brotaban destellos de color verde brillante con cada movimiento que realizaban.
¡Ahora estaban casi sobre nosotros! Una de las torres que corría a la derecha de la mía comenzó a disparar con su cañón de calor, pero sin éxito. Un instante después, otras torres de mi lado dispararon contra esos defensores gigantescos. Hicieron muchos impactos, como lo demostraban las bolas de fuego que brillaban momentáneamente contra la plataforma superior del enemigo, pero no abatieron ninguna de las máquinas de guerra. Éstas continuaron avanzando hacia nosotros, conteniendo su fuego pero desviándose a un lado y a otro, mientras sus delgadas patas de metal pisaban con gracia y ligereza sobre el suelo rocoso.
Sentí un hormigueo en todo mi cuerpo y un estampido sobre mi cabeza. Miré hacia arriba y vi un extraño fulgor alrededor de la boca del cañón de calor; debía estar disparando contra los defensores. En el momento que me tomó mirar hacia arriba, las máquinas de guerra de los defensores habían pasado nuestras líneas, todavía conteniendo su fuego, y la torre de vigilancia sobre la cual me encontraba giró bruscamente a la derecha.
Se inició entonces una serie de maniobras de ataque y de tácticas evasivas que a la vez que me hicieron temer por mi vida me dejaron estupefacto por la diabólica y genial eficiencia de estas máquinas.
He comparado nuestro ataque a la carrera con una carga de caballería, pero pronto vi que ello había sido simplemente el preámbulo de la batalla propiamente dicha. Las patas en trípode hacían mucho más que facilitar el rápido movimiento hacia adelante: en el combate a corta distancia, permitían una facilidad de maniobra tal como jamás había visto hasta entonces.
Mi torre, como todas las demás, se encontraba en lo más recio de la lucha. Simultáneamente con sus compañeros, el conductor de mi torre de vigilancia dirigía su máquina hacia un lado y hacia el otro, haciendo girar la plataforma, inclinándola, revoleando las patas de metal, balanceándose, cargando contra el enemigo.
En todo momento, el cañón de calor descargaba su mortífera energía, y en esa confusión de torres que giraban y hacían piruetas, los rayos proyectados atravesaban el aire, daban en el blanco, estallaban en llamas constantemente contra los costados blindados de las plataformas superiores. Ahora los defensores ya no contenían su fuego; las máquinas de guerra bailoteaban en medio de la confusión, disparando sus mortíferos rayos con precisión aterradora.
Era una lucha desigual. No sólo las torres atacantes quedaban empequeñecidas por los treinta metros de altura de las máquinas defensoras, sino que eran inferiores en número. Por cada una de las torres invasoras parecía haber cuatro de las máquinas gigantescas, y ya comenzaban a verse los efectos de los rayos de calor destructivo de estas últimas. Una por una, las torres más pequeñas recibían impactos desde arriba; algunas explotaban con violencia, otras simplemente caían abatidas, haciendo aún más peligroso el terreno quebrado donde se libraba la batalla. Fue en este momento que temí por mi vida, al comprender que si la fortuna de la batalla continuaba como hasta ahora, era sólo cuestión de segundos antes de que cayera derribado.
Por lo tanto, me sentí muy aliviado cuando la torre donde me encontraba giró de repente y abandonó apresuradamente el centro de la lucha. Durante la confusión, yo no había podido hacer otra cosa que mantenerme sujeto, pero tan pronto como estuvimos fuera de un peligro inmediato descubrí que estaba temblando de miedo.
No tuve tiempo de recuperar mi compostura. En lugar de retirarse por completo, la torre se desplazó a gran velocidad por los sectores más alejados de la batalla y se unió a otras dos que también se habían separado. Sin detenernos, volvimos a la lucha, siguiendo lo que evidentemente era un plan táctico preestablecido.
Marchando como una falange, avanzamos hacia la más cercana de las máquinas defensoras. Nuestros tres cañones hicieron fuego al unísono, concentrando los rayos en la parte superior de la reluciente maquinaria. Casi de inmediato hubo una pequeña explosión y la máquina de guerra giró fuera de control y se estrelló contra el suelo, agitando sus miembros de metal.
¡Tan exaltado estaba yo por esta demostración de una táctica inteligente que me encontré vitoreando estruendosamente!
No obstante, esta batalla no se iba a ganar con la destrucción de una de las máquinas defensoras, y ello lo sabían muy bien los monstruos que manejaban estas torres de vigilancia. Los tres nos lanzamos de nuevo a la lucha, avanzando hacia nuestra segunda víctima elegida.
Una vez más atacamos desde la retaguardia y, al entrar en acción los rayos de calor, la segunda máquina defensora fue eliminada en una forma tan espectacular y eficiente como lo había sido la primera.
Tal suerte no podía durar eternamente. Apenas había caído al suelo la segunda máquina de guerra cuando se presentó ante nosotros una tercera. Esta no tenía su atención concentrada en los disparos ineficaces de los otros atacantes —porque ya quedaban pocos en la lucha— y en el momento en que nos lanzamos hacia ella, el tubo de su cañón de calor estaba dirigido directamente hacia nosotros.
Lo que sucedió entonces fue cosa de segundos, y sin embargo puedo recordar el incidente con todo detalle, como si hubiera tomado minutos. Ya he dicho que cargábamos como una falange de tres; yo estaba encima de la torre situada a la derecha, en la parte exterior del grupo. El rayo de calor de la máquina de guerra dio de lleno contra la torre del centro, qué explotó instantáneamente. Tan tremenda fue la explosión, que sólo el hecho de que la onda expansiva me lanzó contra el afuste telescópico del cañón me salvó de ser despedido al suelo. Mi torre fue dañada por la explosión, lo que se hizo evidente de inmediato ya que se bamboleaba y tambaleaba en forma enloquecida, y mientras me aferraba al afuste telescópico esperaba ya como cosa inevitable que nos desplomáramos sobre el suelo del desierto.
Sin embargo, la tercera de las torres atacantes no había sufrido daños y avanzaba contra su antagonista, más alto, atacando sin éxito con el rayo de su cañón de calor el blindaje de la máquina defensora. Era un último ataque, desesperado, y la monstruosa criatura que conducía la torre debía haber esperado su aniquilamiento en cualquier momento. Aunque la máquina defensora replicó con su propio cañón de calor, la torre de vigilancia continuó sin detenerse y se lanzó en forma suicida contra las propias patas de la otra. Al chocar, se produjo una descarga masiva de energía eléctrica y ambas máquinas cayeron al suelo, de costado, con sus patas todavía moviéndose como enloquecidas.
Mientras esto sucedía, yo luchaba por mi propia supervivencia, aferrándome a las varillas telescópicas del afuste del cañón, mientras la torre averiada se alejaba bamboleándose de la batalla.
El primer impacto de los daños sufridos había pasado, y el conductor —brillante y maligno— había logrado recobrar cierto control. La carrera desenfrenada de la torre fue dominada y, con un paso algo desparejo, que habría sido suficiente para lanzarme al suelo si no hubiera estado bien aferrado, se alejó lentamente de la lucha.
En menos de un minuto, la batalla —que aún continuaba— había quedado a unos cientos de metros detrás de nosotros, y algo de la tensión que se había apoderado de mí comenzó a disminuir. Sólo entonces me di cuenta de que, salvo por el débil zumbido de los motores y el intermitente estrépito de las máquinas que chocaban, todo el encuentro se había librado en un silencio mortal.