III

Miré a mí alrededor, preguntándome hacia dónde debería encaminarme para hallar refugio. Sabía que estaba cerca de otra ciudad, porque la había visto en el panel en el momento de descender, pero no sabía dónde se encontraba.

Miré primeramente hacia el sol, y vi que estaba cerca del cenit. Al principio eso me confundió, porque el proyectil había sido lanzado ese día a mediodía y yo había dormido sólo unas horas, pero luego comprendí la distancia que debía haber recorrido la nave. La habían lanzado en dirección al Oeste, ¡de modo que ahora debía encontrarme al otro lado del planeta, y en el mismo día!

No obstante, lo importante era que todavía faltaban varias horas hasta que cayera la noche.

Me alejé del proyectil hacia una saliente de roca situada a unos quinientos metros de distancia. Era el lugar más elevado que pude ver, y pensé que desde ese pico podría observar toda la región.

No me ocupaba de lo que me rodeaba: mantenía los ojos fijos en el terreno que se extendía delante de mí. No me sentía exaltado por mi huida, y en realidad estaba muy triste; era una emoción familiar, porque había vivido con ese sentimiento desde el día que me habían arrebatado a Amelia en la Ciudad Desolación. No había nada que me la hubiera hecho recordar. Sencillamente, ahora que no tenía una preocupación inmediata, mis pensamientos volvían inevitablemente hacia ella.

Fue así que estaba a mitad de camino hacia las rocas cuando noté lo que sucedía a mi alrededor.

Vi que habían aterrizado muchos proyectiles más. Ante mi vista había una docena de ellos, y a un lado pude ver tres vehículos de superficie, con patas, agrupados. De los monstruos mismos, o de los humanos que los habían traído hasta aquí, no había rastro alguno, aunque sabía que la mayor parte de los monstruos probablemente se encontraba ya sentada en el interior de las cubiertas blindadas de sus vehículos.

Mi presencia solitaria no atrajo la atención de nadie mientras yo cruzaba trabajosamente la arena rojiza. A los monstruos les interesaban muy poco las actividades de los humanos, y a mí no me interesaba nada la de ellos. Mi única esperanza era localizar la ciudad, de modo que continué mi camino hacia las rocas.

Allí me detuve por un momento, observando a mi alrededor. La superficie de las rocas era quebradiza, y al apoyar todo mi peso en una saliente que estaba a poca altura se desprendieron diminutas partículas de roca aluvial.

Escalé con cuidado, compensando mi peso con el bolso de Amelia.

Cuando estaba a unos siete metros sobre el nivel del suelo del desierto, llegué a un ancho escalón en las rocas, y allí descansé unos segundos.

Observé el desierto, y vi los enormes cráteres abiertos por los proyectiles al aterrizar y los extremos chatos y abiertos de los proyectiles en sí. Miré en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, pero no se veía señal de la ciudad. Recogí nuevamente el bolso y continué escalando hacia la cima, rodeando las rocas.

El afloramiento rocoso era más grande de lo que había supuesto en el primer momento, y me tomó varios minutos llegar hasta el otro lado. Allí las rocas estaban más desprendidas y mi posición era muy precaria.

Llegué a una gran protuberancia rocosa, tanteando mi camino a lo largo de una angosta saliente. Al pasar ese obstáculo me detuve estupefacto.

¡Directamente delante de mí —y, por coincidencia, obstaculizando mi visión del desierto— estaba la plataforma de una de las torres de vigilancia!

Me sorprendió tanto verla aquí, que no tuve ninguna sensación de peligro. La estructura estaba quieta; la ventanilla oval y negra estaba en el lado opuesto al que yo veía, de modo que aunque hubiera un monstruo en el interior, mi presencia pasaría inadvertida.

Miré hacia la superficie de la roca, en la dirección en la cual había estado escalando, y vi que había allí una profunda hendidura. Me incliné hacia adelante, sosteniéndome con una mano, y miré hacia abajo; estaba ahora a unos quince metros sobre el nivel del desierto, y allí la roca estaba cortada a plomo. La única forma de bajar era desandando el camino por el que había subido. Titubeé, sin saber qué hacer.

Estaba seguro de que había un monstruo dentro de la plataforma de la torre, pero no podía decir por qué razón permanecía allí, a cubierto de las rocas. Recordé las torres de la ciudad: en épocas normales parecía que se las dejaba que trabajaran mecánicamente. Me preguntaba si ésta era una de ellas. Evidentemente, el hecho de que esta plataforma estuviera inmóvil reforzaba mi idea de que la plataforma estaba desocupada. Además, su misma presencia me impedía lograr el objetivo de mi ascensión. Necesitaba localizar la ciudad y, desde donde me veía obligado a permanecer debido a la configuración de las rocas, la torre obstaculizaba mi visión.

Mirando otra vez la plataforma de la torre, me preguntaba si podría aprovecharla para mis fines.

Nunca había estado antes tan cerca de una de ellas como en este momento, y los detalles de su construcción me resultaron de sumo interés. Alrededor de la base de la plataforma en sí había una saliente de unos sesenta centímetros de ancho; allí podía pararse cómodamente una persona, y realmente estaría más segura de lo que estaba yo en mi posición actual en las rocas. Por encima de esta saliente se encontraba el cuerpo de la plataforma en sí: un cilindro ancho y bajo, con techo inclinado, de unos dos metros de alto en la parte posterior y de alrededor de tres metros en el frente. El techo propiamente dicho era algo abovedado, y alrededor de una parte de su circunferencia había una barandilla a un metro de altura, aproximadamente. En la pared posterior había tres peldaños de metal, que aparentemente facilitaban la entrada a la plataforma propiamente dicha y la salida de ella, puesto que en un lugar del techo, directamente encima de ellos había una gran escotilla, que en ese momento estaba cerrada.

Sin perder más tiempo, me tomé de los peldaños y me alcé hasta colocarme sobre el techo, con el bolso de Amelia colgando delante de mí. Me puse de pie y avancé decididamente hacia la barandilla, asiéndome de ella con la mano que me quedaba libre. Ahora, por fin, tenía una visión completa del desierto.

Lo que vi es algo que ningún hombre había tenido ante sus ojos hasta ese momento.

Ya he descrito lo llana y desértica que es una gran parte del suelo marciano; que hay también regiones montañosas lo había comprobado al verlo desde el proyectil en vuelo. Lo que hasta ese momento no había observado era que, en algunas partes del desierto, se alzaban en la planicie, montañas aisladas, de una altura y ancho tal que no tenían paralelo en la Tierra.

Una de ellas se elevaba delante de mí.

Ahora, por temor de que mis palabras los induzcan a error, debo modificar de inmediato mi descripción, porque mi primera impresión de esta montaña fue que su magnitud era bastante insignificante. En realidad, lo que primero atrajo mi atención fue la ciudad que había estado buscando, que estaba situada a unos ocho kilómetros de donde me encontraba. La vi a través de la atmósfera marciana, límpida como el cristal, y aprecié que estaba construida en una escala que superaba en mucho la de la Ciudad Desolación.

Sólo después de haber determinado la dirección en que debía viajar y la distancia que tendría que recorrer para llegar hasta ella, miré a lo lejos, más allá de la ciudad, hacia las montañas contra cuyas laderas inferiores estaba construida.

A primera vista, esta montaña parecía ser el comienzo de una meseta redondeada; no obstante, en lugar de tener la superficie superior bien definida, las cumbres tenían contornos vagos y confusos. Al irse adaptando mis sentidos, comprendí que esta falta de definición se debía a que yo miraba a lo largo de la superficie misma de la ladera de la montaña. ¡Tan grande era esta última, en realidad, que la mayor parte de ella se encontraba más allá del horizonte, de modo que su altura competía con la curvatura del planeta! En la lejanía, podía distinguir apenas lo que debía haber sido la cumbre de la montaña: blanca y cónica, con jirones de vapor que salían del cráter volcánico.

La cumbre parecía tener sólo unos pocos miles de metros de altura; teniendo en cuenta el hecho de la curvatura del planeta, ¡me atrevería a decir que un cálculo más exacto de la altura total sería de quince mil o veinte mil metros sobre el nivel del terreno! Una escala física de ese tipo estaba casi más allá de la capacidad de comprensión de una persona de la Tierra, y pasaron varios minutos antes de que me resignara a aceptar lo que veía.

Me estaba preparando para volver a las rocas e iniciar el descenso hasta el suelo, cuando noté un movimiento a cierta distancia, a mi izquierda.

Vi que se trataba de uno de los vehículos con patas, que se movía lentamente por el desierto en dirección a la ciudad. No estaba solo; en realidad, había varias docenas de esos vehículos, aparentemente traídos por la gran cantidad de proyectiles que yacían diseminados por el desierto.

Lo que es más, había veintenas de torres de vigilancia, algunas cerca de los vehículos, otras a cubierto, como la torre en que yo estaba encaramado, junto a uno u otro afloramiento de rocas, de los cuales había varios entre el punto donde yo me encontraba y la ciudad.

Hacía tiempo que había comprendido que el vuelo en el cual había participado era una misión militar, como represalia por la invasión a la Ciudad Desolación. También había supuesto que el blanco habría de ser un enemigo pequeño, porque había visto el poderío de esos invasores y no pensé que alguien buscaría tomar venganza contra ellos. Pero no fue así. La ciudad contra la cual se alineaban los vehículos era inmensa, y cuando la observé apenas pude determinar cuál era la magnitud de sus defensas. Por ejemplo, los límites exteriores de la ciudad parecían un bosque de torres de vigilancia que rodeaban el perímetro con tanta densidad en algunos lugares que parecía que formaban una empalizada. Además, el terreno estaba infestado de vehículos de combate, que pude ver en formaciones ordenadas, como negros soldados metálicos en un desfile.

Contra esto se enfrentaba la lastimosa fuerza atacante en cuyo bando me encontraba por accidente. Conté sesenta vehículos de superficie, y alrededor de cincuenta torres de vigilancia.

Tan fascinado estaba por el espectáculo de una inminente batalla, que por un momento olvidé dónde estaba parado. En verdad, especulaba acerca del papel que desempeñarían las torres de vigilancia, ¡sin pensar que si no me apartaba de allí, con seguridad pronto lo iba a averiguar! Mi opinión era que los vehículos con patas avanzarían para atacar la ciudad, mientras que las torres de vigilancia se quedarían para defender los proyectiles.

Al principio pareció ser así. Los vehículos avanzaron lentamente, pero sin pausa, hacia la ciudad y las torres de vigilancia, que no estaban a cubierto de las rocas, comenzaron a elevar sus plataformas hasta la altura máxima de veinte metros que permitían sus patas.

Decidí que era el momento de abandonar mi observatorio, y me volví para mirar las rocas, todavía asido a la barandilla.

En ese momento sucedió algo que jamás podía haber previsto. Oí un ligero ruido a mi derecha, y miré a mi alrededor sorprendido. Por allí, emergiendo por detrás de la pared vertical de las rocas, avanzaba hacia nosotros una torre de vigilancia.

Caminaba: ¡los tres ejes metálicos que formaban las patas de la torre se movían extrañamente debajo de la plataforma, dando largos pasos!

La torre en que me encontraba se puso en marcha repentinamente, y nos inclinamos hacia adelante. Por todas partes, a mi alrededor, las otras torres de vigilancia levantaron sus patas del terreno pedregoso y avanzaron con grandes pasos detrás de los vehículos de superficie.

Era demasiado tarde para saltar a lugar seguro en las rocas: ya estaba a casi siete metros de ellas. ¡Me así de la barandilla con todas mis fuerzas, porque la torre de vigilancia me llevaba a grandes pasos hacia la batalla!