Después de una larga ascensión por tierra suelta, utilizando como apoyo la masa sólida del casco, alcancé la parte superior de esa pared de tierra.
Vi que el proyectil, al aterrizar, había formado un vasto foso en el cual descansaba ahora. Había lanzado por todas partes grandes montones de tierra, y se veían jirones de humo verde y acre, presumiblemente producido como resultado de mis esfuerzos por abrir la escotilla. No tenía forma de saber hasta qué profundidad se había hundido el proyectil al hacer impacto, aunque me imaginaba que yo lo había desplazado de su posición original al huir de él.
Caminé hasta el extremo posterior del proyectil, que sobresalía del terreno y se elevaba sobre suelo virgen. Los monstruos habían abierto la gran escotilla que formaba la pared posterior del proyectil, y la bodega principal —que ahora vi que ocupaba la mayor parte del volumen de la nave— estaba vacía, tanto de seres como de sus máquinas. El borde inferior de la abertura estaba a sólo cincuenta centímetros del suelo, de modo que era fácil entrar a la bodega. Y eso hice.
Era cosa de un momento recorrer la cavernosa bodega y examinar las evidencias de la presencia de los monstruos; sin embargo, pasó casi una hora antes de que saliera de la nave. Encontré que mi cálculo anterior había sido exacto: en la bodega había espacio para cinco monstruos. También había habido a bordo varios vehículos, porque vi muchos mamparos y abrazaderas fijos en el casco de metal, donde se los había asegurado.
En lo más profundo de la bodega, contra la pared que la separaba de la sección de proa, encontré un gran pabellón, cuya forma y volumen indicaban, sin lugar a dudas, que estaba destinado a los monstruos. Con cierto titubeo espié en su interior… y retrocedí al momento.
Allí estaba el mecanismo que hacía funcionar la cabina de sangría del compartimiento de los esclavos, porque vi una cantidad de lancetas y pipetas, unidas por tubos transparentes a un gran depósito de vidrio que todavía contenía gran cantidad de sangre.
¡Era con este dispositivo que estos vampiros mataban a los humanos!
Me dirigí hacia el extremo abierto dé la bodega y vacié mis pulmones de ese hedor. Estaba totalmente anonadado por lo que había encontrado, y todo mi cuerpo temblaba de asco.
Poco más tarde volví al interior de la nave. Pasé a examinar los diversos elementos que los monstruos habían dejado tras de sí, y al hacerlo hice un descubrimiento según el cual las complejas maniobras que había realizado para escapar parecían innecesarias. Encontré que el casco del proyectil tenía, en realidad, una doble pared, y que por ella se extendía, desde la bodega principal, una red de pasajes angostos que recorrían la mayor parte de la longitud de la nave. Trepando por ellos llegué finalmente a la cabina de control, a través de una puerta trampa instalada en el piso.
Los cuerpos de los dos marcianos humanos eran suficiente recuerdo de lo que había visto a bordo del proyectil, de modo que sin más demora volví a la bodega principal por los pasajes del casco. Estaba por saltar al suelo del desierto cuando se me ocurrió que en este mundo peligroso bien podía ir armado, de modo que revisé la bodega para ver si encontraba algo que pudiera servir de arma. No había mucho que elegir, ya que los monstruos se habían llevado consigo todos los elementos transportables… pero luego recordé las lancetas del pabellón de sangría.
Llené mis pulmones con aire fresco y luego me apresuré a llegar hasta el pabellón. Allí encontré que las lancetas estaban sujetas mediante una sencilla vaina, de modo que elegí una de poco más de veinte centímetros de largo. La destornillé, la limpié en la tela de uno de los tubos de presión y la coloqué en el bolso de Amelia. Luego, por fin, me apresuré a salir de la nave y me lancé al desierto.