No podía permanecer en ese compartimiento infernal con sus imágenes y olores de muerte; enceguecido, pasé sobre los cadáveres apilados y me lancé del otro lado del tabique, decidido a terminar con los dos marcianos humanos que eran los instrumentos de esta atormentadora matanza.
Nunca en toda mi vida me había dominado una sensación de furia y náusea tan ciega y destructora. Llevado por el odio, me arrojé a través de la cabina de control y con mi brazo le propiné un fuerte golpe en la nuca al marciano que estaba más cerca. Cayó de inmediato y su frente golpeó contra un borde dentado de los instrumentos.
Su látigo eléctrico rodó al suelo junto a él, y yo lo tomé.
El otro marciano ya estaba sentado en el piso, y en los dos o tres segundos que había durado mi primer ataque sólo tuvo tiempo de volver su rostro hacia mí. Sacudí el látigo con crueldad, alcancé al marciano en medio de la clavícula, de inmediato hizo un gesto brusco y cayó de costado. Fría y deliberadamente me incliné sobre él, y apreté el extremo del látigo contra su sien. Se sacudió como con espasmos durante unos segundos, luego quedó inmóvil. Volví mi atención al otro marciano, que yacía ahora semiconsciente en el suelo, perdiendo sangre por la herida de la cabeza. A él también le apliqué el látigo, luego por fin arrojé a un lado la terrible arma y me alejé. Me sentí mareado y poco después me desmayé. Lo último que recuerdo es el sonido que hizo el cuerpo de la esclava al caer en el compartimiento detrás de mí.