IV

Pronto perdí la cuenta de los días, pero no podrían haber pasado menos de seis meses terrestres antes de que ocurriera un cambio dramático en mi situación. Un día, sin previo aviso, me obligaron a salir de la ciudad junto con otros doce hombres y mujeres. Un vehículo de los monstruos nos seguía.

Al principio pensé que nos llevaban a uno de los complejos industriales, pero poco después de abandonar la cúpula protectora de la ciudad nos dirigimos al Sur, cruzamos el canal por uno de los puentes. Adelante de nosotros vi que se elevaba el tubo del cañón de nieve.

Al parecer no había sufrido daños durante el ataque —o bien lo habían reparado eficientemente— pues junto a la boca había tanta actividad como la que Amelia y yo habíamos visto la primera vez. Al ver esto me desmoralicé, porque no me entusiasmaba la idea de tener que trabajar en la atmósfera enrarecida del exterior; no era el único que respiraba con dificultad mientras caminábamos, pero me parecía que los marcianos nativos debían estar mejor capacitados para trabajar al aire libre. El peso del bolso de Amelia —que llevaba conmigo a todas partes— constituía una carga más.

Caminamos hasta el corazón de la actividad: junto a la boca en sí. Para entonces yo estaba a punto de desplomarme, tan difícil era respirar. Cuando nos detuvimos descubrí que no era el único que sufría, pues todos los demás se sentaron sin fuerzas en el suelo. Yo hice lo mismo, tratando de dominar el furioso latir de mi corazón.

Tan concentrado estaba en mi malestar, que no había prestado atención a lo que sucedía a mí alrededor. Lo único que sabía era que el tubo del cañón estaba a unos veinte metros y que nos habíamos detenido junto a una multitud de esclavos.

Había dos marcianos de ciudad de pie, a un costado, y nos observaban con cierto interés. Cuando me di cuenta, los miré a mi vez y noté que en algunos aspectos se diferenciaban de los otros hombres que había visto aquí. Por lo pronto, parecían tener un porte muy firme, y sus ropas eran diferentes de las que usaban los demás. Eran prendas negras, de corte militar en extremo.

Aparentemente al mirarlos había atraído la atención hacia mí, porque un momento después los dos marcianos se acercaron y me hablaron. Interpreté mi papel de mudo y me quedé mirándolos. Su paciencia resultó escasa: uno de ellos se inclinó hacia mí y me hizo poner de pie. Me empujaron a un lado donde ya había tres esclavos separados. Entonces los dos marcianos se dirigieron hacia los demás esclavos, eligieron una muchacha joven, y la trajeron junto a nosotros.

Me intranquilizaba darme cuenta de que los cuatro esclavos y yo nos habíamos convertido en un centro de atención. Varios marcianos nos miraban, pero se apartaron dejándonos a nuestra suerte cuando los dos hombres de negro se acercaron a nosotros.

Dieron una orden y los esclavos se alejaron obedientemente. Los seguí de inmediato, deseoso aún de no parecer diferente. Nos llevaron hacia lo que a primera vista parecía ser un enorme vehículo. Al acercarnos, sin embargo, vi que se trataba en realidad de dos objetos, unidos por el momento.

Ambas partes eran cilíndricas. La más larga de las dos era en verdad la máquina más extraña que había visto durante mi estadía en Marte. Tenía alrededor de veinte metros de largo, y, aparte de tener la conformación general de un cilindro de unos seis metros de diámetro, no poseía una forma regular. A lo largo de su base había muchos grupos de patas mecánicas, pero en su mayor parte el exterior era liso. En varios lugares de la capa externa había perforaciones, por algunas de las cuales caía agua. En el otro extremo de la máquina había un caño largo y flexible que corría a través del desierto, por lo menos hasta el canal, curvado y enrollado en diversos lugares.

El más pequeño de los dos objetos era más simple para describir, porque su forma era fácil de identificar. Me resultaba tan conocido que mi corazón comenzó a latir enloquecido una vez más: ¡éste era el proyectil que dispararía el cañón!

Era cilíndrico en su mayor parte, pero tenía un extremo curvo y en punta. El parecido con un proyectil de artillería era sorprendente… ¡pero nunca habíamos tenido en la Tierra un proyectil de este tamaño! De un extremo al otro debía tener por lo menos quince metros de largo, con un diámetro de unos seis metros. La superficie exterior estaba bien pulida de modo que resplandecía bajo la brillante luz del sol. La uniformidad de la superficie se interrumpía sólo en un lugar, en el chato extremo posterior del proyectil. Allí había cuatro salientes, y a medida que nos acercamos comprobé que se trataba de cuatro cañones de calor como los que había visto usar a los monstruos. Los cuatro estaban dispuestos en forma simétrica: uno en el centro y los restantes formando un triángulo equilátero a su alrededor.

Los dos marcianos nos llevaron más adelante, hacia una escotilla abierta cerca de la nariz del proyectil. En este punto vacilé pues de pronto se hizo evidente que debíamos entrar. Los esclavos habían vacilado también y los marcianos levantaron sus látigos en forma amenazadora. Antes de que hubiera ningún otro movimiento, tocaron a uno de los esclavos en medio de los hombros. Gritó de dolor y cayó al suelo.

Otros dos esclavos se inclinaron de inmediato para levantar al hombre afectado, y luego, sin mayor dilación, subimos rápidamente por la rampa de metal hacia el interior del proyectil.