Vino entonces un largo período de tiempo (tan penoso para mí que apenas puedo dominarme y relatarlo aquí), durante el cual se me asignó a un equipo de trabajo destinado a reparar las calles y edificios dañados. Había mucho que hacer, y, debido a que la población había disminuido, parecía qué nunca iba a dejar de trabajar en esta forma.
No había jamás ni la menor posibilidad de escape. Los monstruos nos vigilaban continuamente todos los días, y la aparente libertad de la ciudad, que nos había permitido a Amelia y a mí explorarla con tanto detalle, había desaparecido hacía rato. Ahora, solamente una pequeña sección de la ciudad estaba ocupada, y no sólo la patrullaban los vehículos sino que también la vigilaban las torres que no habían sido dañadas en el ataque. Estas últimas, estaban ocupadas por monstruos, quienes al parecer eran capaces de permanecer inmóviles en sus lugares durante horas seguidas.
Una gran cantidad de esclavos habían sido traídos a la ciudad, y se les asignaron los trabajos peores y más pesados. A pesar de ello, gran parte del trabajo que me tocó hacer fue arduo.
Me alegraba en cierta forma que el trabajo fuera apremiante, pues ello me ayudaba a no pensar demasiado en la situación de Amelia. Comencé a desear que hubiera muerto, pues no podía siquiera pensar en las horribles aberraciones a que esas criaturas obscenas la someterían si estaba viva a su merced. Pero al mismo tiempo no podía permitirme, ni por un instante, pensar que había muerto. La necesitaba viva, pues ella era mi raison d’étre. Siempre estaba presente en mis pensamientos, por más que me distrajeran los acontecimientos a mi alrededor, y por las noches permanecía despierto, atormentándome con un sentimiento de culpa y reproche. La quería y la necesitaba tanto que apenas pasaba una noche en la que no sollozara en mi hamaca.
No era ningún consuelo que el dolor de los marcianos fuera tan grande como el mío, ni que por fin comenzara yo a comprender las causas de su eterna amargura.