III

Aterrorizados, pues con el impacto otra parte del techo se había desplomado detrás de nosotros, nos pusimos de pie tambaleando y nos dirigimos enceguecidos hacia la escalera por la cual habíamos subido. Un humo espeso surgía del centro del edificio, y había un intenso calor.

Amelia se aferró a mi brazo al derrumbarse más partes de la estructura debajo de nosotros, y surgir sobre nuestras cabezas una cortina de fuego y chispas.

Las escaleras eran de la misma piedra que las paredes del edificio, y todavía parecían firmes, aun cuando ráfagas de calor subían por ellas.

Me cubrí la nariz y la boca con el brazo, entrecerré los ojos lo más que pude, y me lancé hacia abajo arrastrando a Amelia detrás de mí. A dos tercios del camino, una parte de la escalera se había derrumbado y tuvimos que ir más despacio, tratando con cuidado de hacer pie en los trozos rotos de las losas que quedaban. Aquí era donde el fuego causaba más daño: no podíamos respirar, no podíamos ver, no podíamos sentir nada más que el ardiente calor del infierno que había más abajo. Por milagro encontramos el resto de los escalones intactos, y nos precipitamos de nuevo hacia la calle… emergimos por fin a la luz, tosiendo y llorando.

Amelia se dejó caer, al mismo tiempo que varios marcianos pasaban corriendo junto a nosotros, dando gritos y alaridos con sus voces agudas y estridentes.

—Tenemos que correr, Amelia —grité por sobre el estruendo y la confusión que nos rodeaban.

Con dificultad se puso de pie tambaleándose. Con una mano sujetando mi brazo y la cartera todavía apretada en la otra, me siguió cuando nos encaminamos en la dirección que habían tomado los marcianos.

Apenas habíamos avanzado unos pocos metros cuando llegamos a la esquina del edificio en llamas.

Amelia gritó, y oprimió mi brazo: el vehículo invasor se había desplazado detrás de nosotros, oculto por el humo. El solo pensar en la repulsiva criatura que lo ocupaba fue suficiente para impulsarnos adelante, y medio corriendo, medio trastabillando, giramos en la esquina… ¡para encontrarnos con otro vehículo que bloqueaba el camino! Parecía cernirse sobre nosotros, a unos cinco o seis metros de altura.

Los marcianos que se nos habían adelantado estaban allí; algunos agachados en el suelo, otros girando frenéticos hacia todos lados buscando una forma de escapar.

En la parte posterior del horrendo vehículo, la brillante araña, mecánica se levantaba sobre sus patas de metal, con sus brazos largos y articulados, ya extendidos como látigos que se movieran lentamente.

—¡Corre! —le grité a Amelia—. ¡Por el amor de Dios, tenemos que escapar!

Amelia no respondió, pero aflojó la presión de su mano en mi brazo, dejó caer su bolso, y al instante cayó al suelo desvanecida. Me agaché a su lado y traté de reanimarla.

Tan sólo una vez miré hacia arriba, y vi al espantoso arácnido balanceándose entre la multitud de marcianos, con sus patas rechinando y sus tentáculos de metal sacudiéndose violentamente. Muchos de los marcianos habían caído al suelo debajo de la máquina, retorciéndose en agonía.

Me incliné hacia adelante sobre el cuerpo contraído de Amelia, y lo cubrí para protegerlo. Estaba apoyada sobre la espalda, y su rostro miraba hacia arriba sin expresión. Coloqué mi cara junto a la de ella y mi cuerpo a manera de escudo.

Entonces uno de los tentáculos de metal me atacó, se enroscó alrededor de mi cuello, y recibí la más espantosa descarga de energía eléctrica. Mi cuerpo se retorció de dolor ¡y la máquina me arrojó a un lado, lejos de Amelia!

Cuando caía al piso, sentí que el tentáculo se apartaba de mí dejándome una herida abierta en el cuello.

Permanecí boca arriba, con la cabeza caída hacia un lado y las extremidades paralizadas por completo.

La máquina avanzó, aturdiendo e hiriendo con sus brazos. Vi cómo enroscaba uno de éstos alrededor de la cintura de Amelia; la descarga de electricidad la volvió en sí, y pude ver que su rostro se convulsionaba, y de sus labios escapaba un grito horrible y lastimoso.

Vi entonces que el infame aparato había recogido a muchos de los marcianos que aturdiera y los llevaba presos en sus tentáculos relucientes, algunos conscientes y luchando, otros inertes.

La máquina volvía al vehículo madre. Desde mi lugar, alcanzaba a ver la cabina de control, y como último horror para mí, vi la cara de uno de esos seres abominables que habían iniciado esta invasión, mirándonos a través de una abertura en el blindaje. Era un rostro ancho y malvado, desprovisto de todo indicio de bondad. Un par de ojos grandes y pálidos contemplaban sin expresión la carnicería que estaba provocando. Eran ojos que miraban sin pestañear, ojos despiadados.

La araña mecánica había regresado al vehículo, arrastrando sus tentáculos detrás. Los marcianos que había atrapado estaban envueltos en chapas plegadas de metal tubular ensamblado. Amelia estaba entre ellos, sujeta por tres tentáculos, sin cuidado alguno de modo que su cuerpo estaba dolorosamente torcido. Todavía estaba consciente y me miraba.

Me fue imposible responderle cuando vi que abría la boca, y luego su voz repercutía estridente a través de los pocos metros que nos separaban. Una y otra vez gritó mi nombre.

Permanecí inmóvil, perdiendo sangre por la herida del cuello, y poco después vi que el vehículo invasor se alejaba, desplazándose con su extraño paso a través de los remolinos de humo y la mampostería hecha añicos de la ciudad devastada.