VIII

A los pocos días de nuestra llegada a la ciudad, Amelia se propuso aprender el idioma marciano. Siempre había tenido, decía, facilidad para los idiomas, y, a pesar de que no contaba ni con un diccionario ni con un libro de gramática, se sentía optimista. Había, según ella, situaciones básicas que podía identificar, y luego de escuchar las palabras que las acompañaban, podía establecer un vocabulario primitivo, el cual sería de gran utilidad para nosotros, pues nos veíamos en extremo limitados por el silencio a que estábamos obligados.

Su primera tarea fue tratar de interpretar el lenguaje escrito, basándose en los letreros que habíamos visto dispersos en la ciudad.

Dichos letreros eran muy pocos. Había algunos en cada una de las entradas a la ciudad, y uno o dos de los vehículos tenían inscripciones. Aquí Amelia se encontró con su primera dificultad, porque hasta donde ella podía distinguir no se repetía ningún signo jamás. Más aún, parecía haber más de un tipo de escritura en uso, y Amelia no pudo siquiera determinar una o dos letras del alfabeto marciano.

Cuando volvió su atención a la palabra oral, sus problemas se multiplicaron.

La mayor dificultad en este aspecto era que había al parecer múltiples tonos de voz. Dejando totalmente de lado el hecho de que las cuerdas vocales de los marcianos producían voces más agudas que las habituales en la Tierra (y tanto Amelia como yo tratamos en privado de reproducir el sonido, con resultados cómicos), parecía haber una infinidad de sutiles variaciones de tono.

A veces oíamos una voz marciana que sonaba dura, con un dejo de lo que en la Tierra llamaríamos desprecio, y que la hacía desagradable; otras veces la voz que oíamos era suave y musical en comparación. Algunos marcianos producían al hablar complejos sonidos sibilantes; otros, prolongados sonidos vocálicos y marcadas consonantes explosivas.

Además, todo se complicaba por el hecho de que los marcianos parecían acompañar su conversación con elaborados movimientos de la cabeza y las manos, y también se dirigían a algunos marcianos con determinado tono de voz y a otros con uno diferente.

Asimismo los esclavos parecían tener un dialecto propio. Después de tratar durante varios días, Amelia llegó a la conclusión de que la complejidad del idioma (o los idiomas) quedaba fuera de su capacidad. Aun así, hasta los últimos días que estuvimos juntos en la Ciudad Desolación, Amelia continuó tratando de identificar sonidos individuales, y yo admiré mucho su perseverancia.

Había, sin embargo, un sonido vocálico cuyo significado era inconfundible. Era común a todas las razas de la Tierra, y tenía la misma acepción en Marte. Se trataba del grito de terror, y habríamos de oírlo con mucha frecuencia.