VII

He ahí algunos de los misterios que vimos en la ciudad marciana. Al describirlos he tenido por necesidad que representarnos, a Amelia y a mí mismo, como turistas curiosos y objetivos, asomándonos maravillados como cualquier viajero en tierra extraña lo haría. Sin embargo, aunque nos interesaba sobremanera lo que veíamos, esta aparente objetividad distaba mucho de existir, pues nos preocupaba nuestra situación.

Había un tema sobre el que rara vez hablábamos, excepto en forma indirecta; esto no se debía a que no pensáramos en ello, sino a que ambos sabíamos que si lo mencionábamos no podríamos decir nada optimista al respecto. Dicho tema era la abierta imposibilidad de que alguna vez lográramos regresar a la Tierra.

De todos modos estaba presente en el corazón de nuestras acciones y pensamientos, pues sabíamos que no podríamos continuar así para siempre, pero planear el resto de nuestras vidas en la Ciudad Desolación habría sido aceptar tácitamente nuestro destino.

Lo más cerca que cualquiera de los dos estuvo de enfrentar el problema directamente fue el día que vimos por primera vez el gran adelanto de la ciencia marciana.

Pensé que en una sociedad tan moderna como ésta no nos sería difícil obtener los materiales que necesitáramos, y propuse:

—Tenemos que encontrar algún lugar donde podamos establecer un laboratorio.

Amelia me miró intrigada.

—¿Piensas dedicarte a la ciencia? —dijo.

—Creo que debemos tratar de construir otra máquina del tiempo.

—¿Tienes alguna idea de cómo funcionaba la anterior?

Sacudí la cabeza negando.

—Esperaba que tú, como asistente de Sir William, lo supieras.

—Querido —dijo Amelia, y por un momento tomó mi mano con cariño entre las suyas—, sé tan poco como tú.

Todo había quedado ahí. Yo había tenido esa remota esperanza hasta entonces, pero conocía a Amelia lo bastante bien como para comprender que su respuesta implicaba mucho más que las palabras en sí. Me di cuenta de que ella misma ya había considerado la idea, y llegado a la conclusión de que no teníamos posibilidad alguna de duplicar el trabajo de Sir William.

De este modo, sin más comentarios sobre nuestras perspectivas, vivíamos día tras día, sabiendo cada uno que regresar a la Tierra era imposible. Algún día tendríamos que afrontar nuestra situación, pero hasta entonces simplemente posponíamos el momento.

Si bien no teníamos paz de espíritu, podíamos satisfacer nuestras necesidades corporales en forma adecuada.

Nuestros dos días en el desierto no habían causado al parecer daños perdurables, aunque yo había contraído un resfrío de sol en algún momento. Ninguno de los dos retuvo aquella primera comida, y a la noche siguiente ambos nos sentimos desagradablemente indispuestos. Desde ese momento nos servíamos pequeñas cantidades de comida. Había tres comedores a corta distancia de nuestro dormitorio, y alternábamos entre ellos.

Como ya he mencionado, disponíamos de un dormitorio sólo para nosotros. Las hamacas eran lo bastante grandes como para dos personas, así que, como recordaba lo que había pasado antes entre nosotros, sugerí con un poco de anhelo que disfrutaríamos de más calor si compartíamos una hamaca.

—Ya no estamos en el desierto, Edward —repuso Amelia, y de allí en adelante dormimos separados.

Me sentí un poco herido ante su respuesta, porque aunque mis intenciones hacia ella todavía estaban dentro del pudor y el decoro, tenía sobrados motivos para creer que ya no éramos del todo extraños. Pero estaba dispuesto a cumplir con sus deseos.

Durante el día nuestra conducta era íntima y amistosa. Amelia solía caminar tomada de mi mano o de mi brazo, y de noche acostumbrábamos intercambiar un casto beso antes de que yo me volviera y ella pudiera desvestirse. En esos momentos mis deseos no se caracterizaban por el pudor ni el decoro, y, aunque no correspondía, a menudo sentí la tentación de proponerle matrimonio de nuevo. No correspondía en verdad porque ¿en qué lugar de Marte podríamos encontrar una iglesia? Este problema también tuve que hacerlo a un lado hasta que pudiéramos aceptar nuestro destino.

En general, nuestro mundo pesaba más en nuestros pensamientos. Por mi parte pasaba muchas horas pensando en mis padres, y en el hecho de que no los volvería a ver. También se me ocurrían trivialidades. Una de ellas era la irresistible certeza de haber dejado encendida la lámpara de mi habitación en casa de Mrs. Tait. Había estado tan entusiasmado aquella mañana de domingo cuando partí para Richmond, que no recordaba haber apagado la llama antes de salir. Con una seguridad irritante recordaba haberla encendido después de levantarme… ¿pero la habría dejado encendida? No me servía de consuelo pensar que ahora, ocho o nueve años más tarde, no tenía importancia. Pero la duda seguía molestándome y no me abandonaba.

Amelia también parecía preocupada, aunque se reservaba sus pensamientos para sí. Se esforzaba por no parecer introvertida y adoptaba un interés alegre y vivaz por lo que veíamos en la ciudad, había largos períodos durante los cuales ambos permanecíamos en silencio, lo que de por sí era significativo. Un indicio que mostraba hasta qué punto estaba perturbada era el hecho de que a veces hablaba en sueños; gran parte de lo que decía era incoherente, pero en algunas ocasiones mencionaba mi nombre, y en otras el de Sir William. Una vez encontré la forma de preguntarle, con tacto, sobre sus sueños, pero dijo no recordarlos.