VI

Mientras recorríamos la ciudad una pregunta permanecía sin respuesta, y ésa era: ¿En qué ocupaba su tiempo el marciano corriente?

Ahora comprendíamos un poco de las ramificaciones sociales en Marte. En efecto, esto quiere decir que el estrato social más bajo lo constituían los esclavos, quienes estaban obligados a realizar todas las tareas manuales y degradantes que necesita cualquier sociedad civilizada. Luego venían los marcianos de la ciudad, que tenían autoridad para supervisar a los esclavos. Por encima de ellos estaban los hombres que conducían los vehículos con patas y, según suponíamos, operaban los demás aparatos mecánicos que veíamos.

Los marcianos de la ciudad eran quienes más nos interesaban, puesto que entre ellos vivíamos. Sin embargo, no todos tenían una ocupación. Por ejemplo, hacían falta relativamente pocos hombres para supervisar a los esclavos (a menudo veíamos sólo uno o dos capaces de controlar a varios cientos de esclavos, armados solamente con los látigos eléctricos), y aunque los vehículos eran numerosos, en la ciudad siempre había gran cantidad de personas al parecer ociosas.

Durante nuestros paseos, Amelia y yo observamos que el tiempo era una carga para estas personas. Era evidente que el jolgorio nocturno se debía a dos factores: parte era para aplacar la amargura sin fin, y parte para expresar el aburrimiento. Con frecuencia veíamos disputas, y hubo varias peleas, aunque éstas se terminaban al instante cuando aparecía uno de los vehículos. Muchas mujeres parecían estar embarazadas; otra indicación de que los habitantes no tenían mucho en que ocupar su mente o sus energías. A mediodía, cuando el sol se hallaba en lo alto (habíamos llegado a la conclusión de que la ciudad debía estar situada casi exactamente sobre el ecuador marciano), el pavimento de las calles estaba cubierto con los cuerpos de hombres y mujeresque descansaban al calor del sol.

Una explicación para ese aparente ocio podría ser que algunos trabajaban en el complejo industrial cercano, y que los marcianos que veíamos en la ciudad tenían algún tipo de licencia.

Como ambos sentíamos curiosidad por las zonas industriales, y queríamos descubrir, si nos era posible, cuál era la naturaleza de la intensa actividad que tenía lugar allí, un día, unas dos semanas después de nuestra llegada, Amelia y yo decidimos abandonar la ciudad y explorar el más pequeño de los dos complejos. Ya habíamos visto un camino que llevaba hacia allí, y aunque la mayor parte del tránsito la componían vehículos para el transporte de cargas, se podía ver a varias personas, tanto esclavos como de la ciudad, caminando por allí. Decidimos por lo tanto que no llamaríamos la atención si íbamos nosotros también.

Abandonamos la ciudad a través de un sistema de corredores acondicionados, y salimos al aire libre. De inmediato nuestros pulmones comenzaron a trabajar en la atmósfera poco densa, y ambos comentamos lo riguroso del clima: el aire frío y enrarecido, y el sol intenso y abrasador.

Caminamos despacio, sabiendo por experiencia cómo nos debilitaba el ejercicio en este clima, y por ello después de media hora apenas habíamos cubierto alrededor de un cuarto o poco más de la distancia que nos separaba del complejo industrial. Sin embargo, ya podíamos percibir los vahos y el humo que arrojaban las fábricas aunque no se oía nada del estrépito que asociábamos con tales actividades.

Durante un descanso, Amelia puso su mano en mi brazo y señaló hacia el Sur.

—¿Qué es eso, Edward? —dijo.

Miré en la dirección que había indicado.

Habíamos caminado casi directamente hacia el Sudeste, hacia la zona industrial, siguiendo el canal, pero del otro lado del agua, bien lejos de las fábricas, estaba lo que a primera vista parecía ser una enorme cañería. Sin embargo, no estaba al parecer conectada con nada, y en realidad podíamos ver que tenía un extremo abierto.

No podíamos ver la continuación del caño, pues llegaba detrás de los edificios del complejo. Un aparato como éste no habría atraído de ordinario nuestra atención, pero lo notable era la intensa actividad que se desarrollaba alrededor del extremo abierto. El caño estaba a dos kilómetros quizá de donde nos encontrábamos nosotros, pero a través del aire diáfano, podíamos ver con claridad los cientos de trabajadores que hormigueaban en el lugar.

Habíamos convenido en descansar quince minutos, tan desacostumbrados estábamos al aire enrarecido, y cuando luego avanzamos, no pudimos evitar mirar con frecuencia en aquella dirección.

—¿Podría ser algún tipo de conducto para irrigación? —dije al rato, después de notar que el tubo corría de Este a Oeste, entre los dos canales divergentes.

—¿Con semejante diámetro?

Tuve que admitir que esta explicación era poco probable, porque podíamos ver lo pequeño que parecían los hombres junto al tubo. Un cálculo razonable del diámetro interno del caño sería de unos seis metros, y además el metal del tubo tenía un espesor de unos dos o tres metros.

Decidimos ver de cerca aquella extraña construcción, y por lo tanto dejamos el camino, y nos dirigimos hacia el Sur a través de las rocas irregulares y la arena del desierto. No había puentes que cruzaran el canal a esta altura, de modo que no podíamos ir más allá de la orilla, pero eso estaba lo bastante cerca como para permitirnos una vista ininterrumpida.

El largo total del tubo resultó ser de alrededor de dos kilómetros. Ahora que estábamos más cerca, podíamos ver el extremo opuesto, que se encontraba suspendido sobre un pequeño lago. Este último parecía ser artificial, pues sus orillas eran rectas y estaban reforzadas, y el agua se extendía debajo del tubo casi hasta la mitad de su largo.

Sobre el borde mismo del lago, habían construido dos edificios uno al lado del otro, y el tubo pasaba entre ambos.

Nos sentamos a la orilla del canal, a observar lo que sucedía.

En ese momento muchos de los hombres que se hallaban junto al extremo más cercano del tubo estaban concentrados tratando de extraer de allí un enorme vehículo que había emergido del interior. Lo estaban guiando hacia afuera del tubo y por una rampa hacia el suelo del desierto. Alguna dificultad debía haber surgido, porque estaban llevando más hombres para ayudar.

Media hora después habían conseguido sacar el vehículo, y lo movieron hacia el costado a cierta distancia. Mientras tanto, los hombres que habían estado trabajando junto al extremo del tubo se dispersaban.

Pasaron unos pocos minutos más y luego señalé de pronto hacia allí.

—¡Mira, Amelia! —dije—. ¡Se está moviendo! El extremo del tubo que estaba más cerca de nosotros se levantaba del suelo. Al mismo tiempo el otro extremo se hundía lentamente en el lago. Los edificios que estaban al borde del lago eran los instrumentos que permitían este movimiento, pues no sólo actuaban como pivote para el tubo, sino que también se oía un gran estruendo de máquinas en su interior, y de varias aberturas escapaba un humo verde.

Levantar el tubo llevó sólo un minuto más o menos, pues a pesar de su tamaño se movía con suavidad y precisión.

Cuando el tubo había subido hasta formar un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, el estrépito de las máquinas cesó y las últimas trazas de humo verde se alejaron. Era cerca del mediodía y el sol estaba en lo alto.

¡En esta nueva posición, el tubo había tomado la apariencia inequívoca de un gran cañón apuntado hacia el cielo!

Las aguas del lago se quedaron inmóviles, los hombres que habían estado trabajando se habían refugiado en una serie de edificios construidos de poca altura sobre el terreno. Sin saber lo que estaba por ocurrir Amelia y yo permanecimos en nuestros lugares.

La primera indicación de que iban a disparar el cañón fue una erupción de agua blanquecina que agitó la superficie del lago. Un momento después sentimos un profundo temblor en el mismo suelo donde estábamos sentados, y delante de nosotros, las aguas del canal se estremecieron con un millón de pequeñas ondas.

Me acerqué a Amelia, puse mis brazos alrededor de sus hombros y la empujé de costado al suelo. Amelia cayó torpemente, pero me arrojé sobre ella, cubrí su cara con mi hombro y protegí su cabeza con mis brazos. Podíamos sentir las sacudidas del terreno, como si un terremoto estuviera a punto de desatarse, y luego vino un estruendo, como los más profundos rugidos en el corazón de una nube de tormenta.

La violencia de este hecho creció con rapidez hasta alcanzar el máximo, y luego cesó tan abruptamente como había empezado. En ese mismo momento, oímos una explosión aguda y prolongada, rugiendo como si mil silbatos soplaran en nuestro oído. Este sonido comenzó en su frecuencia más alta, y luego se desvaneció con rapidez.

Cuando el estrépito desapareció, nos sentamos y miramos a través del canal hacia el cañón.

Del proyectil —en caso de que lo hubiera— no quedaban rastros, pero salía de la boca del cañón una de las nubes de vapor más grandes que yo haya visto en mi vida. Era de un blanco brillante y se abría en forma casi esférica sobre la boca del cañón creciendo constantemente con la cantidad de vapor que seguía saliendo del tubo. En menos de un minuto, el vapor había tapado el sol, y de inmediato sentimos mucho más frío. La sombra se extendía sobre casi toda la superficie que podíamos ver desde nuestro puesto de observación, y como estábamos casi directamente debajo de la nube, no podíamos calcular su profundidad, la cual era considerable tal como lo demostraba la oscuridad de su sombra.

Nos pusimos de pie. Ya bajaban el cañón una vez más, y las máquinas de los edificios que actuaban como pivotes rugían. Los esclavos y sus supervisores salían de sus refugios.

Nos encaminamos de vuelta hacia la ciudad, y caminamos tan rápido como pudimos hacia sus relativas comodidades. En el momento en que el sol había quedado oculto la aparente temperatura a nuestro alrededor había descendido muy por debajo del punto de congelación. No nos sorprendió mucho, por lo tanto, cuando algunos minutos más tarde vimos caer en torno a nosotros los primeros copos de nieve, y a medida que el tiempo pasaba la ligera lluvia se convirtió en una densa y enceguecedora tormenta de nieve.

Miramos hacia arriba sólo una vez, y vimos que la nube de donde caía la nieve —¡la propia nube que saliera del cañón!— cubría ahora casi todo el cielo.

Casi no encontramos la entrada a la ciudad, tan profunda estaba la nieve cuando llegamos. Aquí también vimos por primera vez la forma de cúpula del escudo invisible que protegía la ciudad, pues una espesa capa de nieve lo cubría.

Algunas horas después, hubo otra sacudida, y luego otra. En total hubo doce, repetidas a intervalos de cinco o seis horas. El sol, cuando sus rayos podían atravesar las nubes, derretía con rapidez la nieve que estaba sobre la cúpula de la ciudad, pero en su mayor parte aquellos días en la Ciudad Desolación fueron oscuros y aterradores, y no éramos los únicos que pensábamos así.