Durante las semanas que siguieron, Amelia y yo exploramos la ciudad marciana tan a fondo como pudimos. Nos estorbaba el hecho de que por fuerza teníamos que movilizarnos a pie, pero vimos tanto como nos fue posible, y pronto pudimos hacer cálculos razonables con respecto a su tamaño, cuántos habitantes albergaba, dónde estaban situados los principales edificios, y demás. Al mismo tiempo tratamos de averiguar lo que se pudiera sobre los marcianos y cómo vivían; sin embargo, a decir verdad, no logramos descubrir mucho en este aspecto.
Luego de pasar dos noches en el primer dormitorio que encontramos, nos mudamos a otro edificio mucho más cerca del centro de la ciudad y convenientemente situado junto a un comedor. Este dormitorio tampoco estaba habitado, pero los anteriores ocupantes habían dejado allí muchas pertenencias, y nos fue posible vivir con bastante comodidad. Las hamacas habrían sido insoportables por lo duras en la Tierra —ya que el material con que estaban hechas era áspero y rígido— pero con la ligera gravedad de Marte eran perfectas y adecuadas. Como mantas usábamos unas bolsas largas, semejantes a almohadas, rellenas con un compuesto suave, como las colchas que se usan en algunos países de Europa.
También encontramos ropa abandonada por los anteriores ocupantes, y nos pusimos esas prendas parduscas sobre nuestra propia ropa. Como era natural, nos quedaban un poco grandes, pero al caer sueltas sobre nuestra ropa, hacían que nuestros cuerpos parecieran más voluminosos, y por lo tanto nos resultaba más fácil pasar por marcianos.
Amelia se recogió el cabello en un apretado rodete —peinado parecido al que preferían las mujeres de Marte— y yo me dejé crecer la barba; cada cuatro o cinco días, Amelia la recortaba con sus tijeras de uñas, para darle el aspecto cuidado que tenía la de los marcianos.
En aquel momento, todo esto nos parecía un asunto prioritario; nos dábamos cuenta de que no éramos como los marcianos. En este aspecto, nuestros dos días en el desierto nos habían dado una ventaja inesperada: nuestros rostros quemados por el sol, tenían un color aproximado al de la piel de los marcianos. Como los días pasaban y el tinte comenzaba a desaparecer, regresamos un día al desierto más allá de la ciudad, y en unas horas bajo ese sol implacable recuperamos el color por el momento.
Pero esto es adelantar mi narración, pues para relatar cómo sobrevivimos en esa ciudad, primero tengo que describir el lugar en sí.