Tan pronto como salimos a la calle nos dimos cuenta de que en el interior del edificio hacía más calor, y esto nos tranquilizó más aún. Yo había estado temiendo que los marcianos nativos acostumbraran vivir en el frío, pero adentro el edificio tenía calefacción y la temperatura era aceptable. No estaba seguro de querer dormir en un dormitorio colectivo —y menos aún deseaba eso para Amelia— pero aunque no nos importara, sabíamos al menos que esta noche podríamos dormir en un lugar cálido y confortable.
Comprobamos que no había mucho que caminar. Los marcianos que estaban delante de nosotros cruzaron una bocacalle, se unieron a un grupo mucho mayor que venía caminando desde otra dirección, y luego entraron en el edificio siguiente. Éste era más grande que muchos de los otros que habíamos visto hasta ahora, y por lo que se podía ver de él bajo la espasmódica luz de las torres, parecía ser de un estilo arquitectónico más simple. Se veía luz a través de las ventanas, y al acercarnos oímos mucho ruido en su interior.
Amelia aspiró con exageración.
—Huelo comida —dijo—. Y puedo oír ruido de platos.
—Y yo creo que es sólo la expresión de tus deseos.
De todos modos, nuestro ánimo era ahora mucho más optimista, y aunque apenas se notara en nuestras palabras, era señal de que Amelia compartía mi renacida esperanza.
Tanto valor nos había dado nuestra visita al otro edificio que no dudamos al acercarnos a éste, y entramos, confiados, a través de la puerta principal, a una habitación amplia y bien iluminada.
De inmediato vimos que no se trataba de otro dormitorio, pues casi todo el espacio estaba ocupado por largas mesas dispuestas en filas paralelas. Todas ellas atestadas de marcianos al parecer en pleno banquete. En las mesas había gran cantidad de fuentes con comida, el aire estaba impregnado de un olor grasiento y cargado de vapor, y en las paredes hacían eco las voces de los marcianos. En el otro extremo se encontraba lo que supusimos era la cocina, pues allí, alrededor de una docena de marcianos esclavos trabajaban con platos de metal y enormes fuentes de comida, dispuestas a lo largo de un mostrador a la entrada de la cocina.
El grupo de marcianos que seguimos se había acercado a ese mostrador y se estaban sirviendo comida.
—Amelia, nuestro problema está resuelto —dije—. Aquí hay cantidad de comida a nuestra disposición.
—Suponiendo que podamos comerla sin inconvenientes.
—¿Te refieres a que podría ser venenosa?
—¿Cómo podemos saberlo? No somos marcianos, y nuestro sistema digestivo puede ser muy diferente.
—No pienso morirme de hambre mientras decido —dije—. Y de todos modos, nos están mirando.
Tal era el caso, pues aunque nos había sido posible pasar inadvertidos en el dormitorio, nuestra clara actitud vacilante estaba llamando la atención. Tomé a Amelia del brazo y la arrastré hasta el mostrador.
En momentos anteriores del día, yo había pensado que podría haber comido cualquier cosa, tanta era el hambre que tenía. Sin embargo, al pasar las horas, el hambre que me carcomía había sido reemplazada por una sensación de náusea, y la necesidad de comer era en ese momento mucho menor de lo que hubiera esperado. Más aún, al acercarnos al mostrador, quedó claro que, aunque había comida en abundancia, poca tenía aspecto apetitoso, y me sentí de pronto inesperadamente quisquilloso. La mayor parte de la comida era líquida o semilíquida, y estaba colocada en soperas y fuentes hondas. La vegetación escarlata era a todas luces el alimento básico de estas personas, a pesar de que habíamos visto varios campos de cultivos verdes, pues muchos de los platos que parecían guisos contenían grandes cantidades de tallos y hojas rojos. Había, no obstante, dos o tres platos que podían ser de carne (aunque muy cruda), y sobre un costado había algo que de no ser por el hecho de que no habíamos visto ganado, habríamos tomado por queso. Además, había varias jarras de vidrio con líquidos de colores vivos, que los marcianos vertían sobre la comida a manera de salsas.
—Sírvete pequeñas cantidades de todos los platos diferentes que puedas —dijo Amelia en voz baja—. Entonces si alguno es peligroso su efecto se verá disminuido.
Las fuentes eran grandes y de un metal opaco, y tanto Amelia como yo reunimos una abundante cantidad de comida. Una o dos veces aspiré el aroma de lo que me servía, pero me resultó desagradable… para usar la palabra más suave.
Con nuestros platos en las manos, nos dirigimos hacia una de las mesas del costado, lejos del grupo principal de marcianos.
En uno de los extremos de la mesa que elegimos, había un pequeño grupo de personas, pero los dejamos atrás y nos sentamos en el otro extremo. Los asientos eran largos bancos bajos, uno a cada lado de la mesa. Amelia y yo nos sentamos juntos, de ninguna manera tranquilos en este extraño lugar, aunque los marcianos no nos prestaban atención ahora que nos habíamos alejado de la puerta.
Cada uno probó un poco de la comida: no era agradable, pero aún estaba caliente y sin duda era mejor que un estómago vacío.
Después de un momento, Amelia me habló en voz baja:
—Edward, no podemos vivir así para siempre. Sólo hemos tenido suerte hasta ahora.
—No hablemos de eso ahora. Ambos estamos agotados. Buscaremos un lugar donde dormir esta noche, y por la mañana haremos planes.
—¿Planes para qué? ¿Para pasarnos la vida escondidos?
Estoicamente logramos terminar la comida, con aquel gusto amargo que probamos por primera vez en el desierto, siempre presente. La carne no era mejor; se parecía a algunos cortes de carne vacuna, pero tenía un sabor suave y dulzón. Hasta el «queso», que dejamos para el final, era ácido.
Dentro de todo, lo que sucedía a nuestro alrededor apartó nuestra atención de la comida.
Ya he dicho que la expresión habitual de los marcianos es en extremo lúgubre, y a pesar de la mucha conversación, no había ninguna frivolidad. En nuestra mesa, una mujer se inclinó hacía adelante, apoyó su ancha frente sobre los brazos y vimos que le caían lágrimas de los ojos. Poco después, del otro lado de la habitación, un marciano se puso de pie de un salto y comenzó a pasearse por el lugar, agitando sus largos brazos y declamando con su extraña voz aguda. Se acercó a una pared y se apoyó contra ella, golpeando los puños y gritando. Por fin esto atrajo la atención de sus compañeros, y varios corrieron hacia él y trataron al parecer de calmarlo, pero estaba desconsolado.
Unos segundos después de este incidente, como si el dolor fuese contagioso, se desató tal ola de lamentos que Amelia sintió el impulso de preguntarme:
—¿Crees posible que aquí las respuestas sean diferentes? ¿Quiero decir que cuando parece que lloran en realidad se están riendo?
—No estoy seguro —repuse, mientras observaba con cuidado al marciano que sollozaba. Continuó con su llanto algunos segundos más y luego se apartó de sus amigos y salió corriendo de la habitación, cubriéndose la cara con las manos. Los demás aguardaron a que traspusiera la puerta y luego volvieron a sus asientos, con aspecto taciturno.
Observamos que la mayoría de los marcianos bebían grandes cantidades de un líquido que había en las jarras de vidrio puestas en cada mesa. Como era transparente, habíamos supuesto que se trataba de agua, pero cuando probé un poco me di cuenta al instante de que no era así. Aunque era refrescante, tenía un fuerte contenido alcohólico, hasta tal punto que, segundos después de beberlo, comencé a sentir un agradable mareo.
Le serví un poco a Amelia, pero ella apenas bebió un sorbo.
—Es muy fuerte —dijo—. Tenemos que estar lúcidos.
Yo me había servido ya una segunda copa, pero ella me impidió beberla. Creo que fue prudente de su parte hacer eso, porque mientras observábamos a los marcianos comprobamos que la mayoría se estaba embriagando con rapidez. Comenzaban a hacer más ruido que antes y su actitud era más despreocupada. Hasta se oyeron risas, aunque sonaban estridentes e histéricas. Bebían grandes cantidades de ese líquido alcohólico, y los esclavos de la cocina traían más jarras. Un banco cayó para atrás sobre el piso, y los que estaban sentados quedaron tendidos formando una pila; y un grupo de mujeres capturó a dos de los esclavos jóvenes y los acorralaron en un rincón; lo que siguió no lo pudimos ver debido a la confusión. Más esclavos vinieron de la cocina, y la mayoría eran mujeres jóvenes. Para asombro nuestro, no sólo estaban desnudas por completo, sino que se mezclaban con sus amos con toda libertad, abrazándolos y seduciéndolos.
—Me parece que es hora de que nos vayamos —dije.
Amelia se quedó mirando la escena que se desarrollaba algunos minutos más antes de contestar. Luego dijo:
—Muy bien. Esto es vulgar y desagradable.
Caminamos hacia la puerta, sin mirar hacia atrás. Otro banco y una mesa se volcaron, acompañados por el ruido de vasos que se rompían y los gritos de los marcianos. La atmósfera de sentimentalismo había desaparecido.
Entonces, cuando llegábamos a la puerta, el eco de un sonido se esparció por la habitación, nos hizo estremecer y volver la mirada. Era un chillido áspero y disonante, que al parecer provenía de un lejano rincón de la habitación, pero tenía suficiente volumen como para sofocar cualquier otro sonido.
El efecto que tuvo sobre los marcianos fue dramático: cesó todo movimiento, y los presentes se miraron desesperados unos a otros. En medio del silencio que siguió a esta repentina y brutal interrupción, oímos sollozos otra vez.
—Vamos, Amelia —dije.
De modo que salimos con rapidez del edificio, lúcidos gracias al incidente, sin comprender, pero bastante asustados.
Había ahora menos personas que antes, pero los reflectores de las torres recorrían las calles como para descubrir a aquellos que deambulaban en la noche, cuando todos los demás estaban en los edificios.
Llevé a Amelia lejos de esa zona de la ciudad donde se reunían los marcianos, de vuelta hacia la parte que habíamos atravesado primero, donde había menos luces. Las apariencias, sin embargo, engañaban, pues el hecho de que no se viera luz en un edificio, y que no se oyera ningún ruido, no quería decir que no estuviera ocupado. Caminamos cerca de diez cuadras, y luego probamos entrar en un edificio oscuro.
Adentro, las luces estaban encendidas, y vimos que allí había tenido lugar otra fiesta. Vimos… pero no es correcto que mencione aquí lo que vimos. Amelia no tenía más deseos que yo de presenciar tal depravación, y nos alejamos apresuradamente, todavía incapaces de conciliar este mundo con el que habíamos dejado.
Cuando probamos con otro edificio, me adelanté solo… pero el lugar estaba sucio y vacío, y el fuego había destruido por completo todo lo que hubiera una vez en su interior. El siguiente edificio que exploramos era otro salón dormitorio, repleto de marcianos. Sin causar molestias nos retiramos.
Así fue, mientras íbamos de un edificio a otro, en busca de un salón dormitorio desocupado; buscamos durante tanto tiempo que comenzamos a creer que no había ninguno que pudiéramos encontrar. Pero entonces, por fin, tuvimos suerte, y hallamos un salón donde había hamacas desocupadas; entramos y nos pusimos a dormir.