V

Entramos en el primero de los dos edificios, y descubrimos de inmediato que era una especie de depósito, ya que la mayor parte de lo que allí había eran fardos de maleza cosechada, clasificada con cuidado según el tipo. Amelia y yo recorrimos el edificio buscando alguien con quien poder hablar, pero sólo encontrábamos más campesinos. Al igual que los demás, estos hombres y mujeres permanecieron indiferentes, inclinados sobre su trabajo.

Abandonamos el edificio por el mismo lugar por donde habíamos entrado: una enorme puerta metálica, que se mantenía abierta en ese momento mediante un sistema de cadenas y poleas. Una vez afuera, nos dirigimos al segundo edificio que estaba a unos cincuenta metros del primero. Entre ambas construcciones había otra torre de metal.

Pasábamos debajo de ella, cuando Amelia me tomó la mano y dijo:

—¡Escucha, Edward!

Nos llegaba un sonido lejano, atenuado por la poca densidad del aire, y por un instante no pudimos distinguir de dónde venía. Entonces, Amelia se alejó hacia un largo riel de metal, montado a menos de un metro del suelo. A medida que nos acercábamos, identificamos el sonido como un silbido áspero y extraño, y al mirar siguiendo el riel hacia el sur, vimos que se acercaba una especie de transporte.

Amelia preguntó:

—Edward, ¿podría ser un tren?

—¿Sobre un solo riel? —dije—. ¿Y sin locomotora?

Sin embargo, a medida que el transporte reducía su velocidad, resultó evidente que eso era en efecto: un tren. Tenía en total nueve vagones, y sin mayor ruido se detuvo con el extremo delantero apenas más allá de donde habíamos estado. Nos quedamos atónitos ante lo que veíamos, pues parecía como si los coches de un tren normal se hubieran separado de la máquina. Pero no fue sólo eso lo que nos sorprendió. Los vagones no estaban al parecer pintados y el metal estaba a la vista, oxidado en varios lugares. Más aún, no estaban construidos como uno hubiera esperado, sino que eran tubulares. De los nueve, sólo dos —el de adelante y el de atrás— se parecían en algo al tipo de trenes en los cuales viajábamos con frecuencia Amelia y yo en Inglaterra. Es decir que tenían puertas y algunas ventanas, y cuando el tren se detuvo vimos que descendían varios pasajeros. Los siete vagones centrales, no obstante, eran como tubos de metal cerrados por completo, y sin puertas o ventanas visibles.

Noté que un hombre se bajaba del vagón delantero del tren, y, al ver que el coche tenía ventanas en el frente, supuse que el hombre conducía el tren desde allí. Lo comenté a Amelia y ambos lo observamos con gran interés.

Era evidente que no formaba parte del grupo de campesinos, puesto que su actitud era firme y resuelta, y llevaba puesto un cuidado conjunto gris liso, compuesto de una camisa o túnica sin adornos y un par de pantalones. Su vestimenta no difería de la que llevaban los pasajeros, quienes se estaban agrupando alrededor de los siete vagones centrales. Todos los recién llegados se parecían a los campesinos, puesto que eran muy altos y tenían la piel rojiza. El conductor se acercó al segundo vagón y giró una gran asa de metal que había en el costado. Entonces vimos que en cada uno de los siete vagones, grandes puertas se movían lentamente hacia arriba, como cortinas de metal, Los hombres que habían abandonado el tren se agruparon, expectantes, delante de las puertas.

Pocos segundos después, se desarrolló una escena de gran confusión.

Vimos que los siete vagones cerrados estaban llenos en su totalidad de apretados campesinos, quienes cuando se abrieron las puertas se descolgaron o bajaron tambaleándose, y se diseminaron alrededor del tren.

Los hombres que estaban a cargo de ellos, se movían entre los campesinos blandiendo lo que al principio tomamos por varas o bastones, pero que ahora demostraban tener una función cruel y perentoria. Era evidente que dentro de las varas había algún tipo de acumulador eléctrico, puesto que cuando los hombres las usaban para ordenar a los campesinos en grupos, cualquier alma infortunada que rozara apenas con la vara recibía un desagradable choque eléctrico, acompañado de un brillante rayo de luz verde y un sonido sibilante. Los infelices que recibían estos choques caían siempre al piso, sujetando la parte del cuerpo afectada, y finalmente sus compañeros los ponían de pie otra vez.

No hace falta decir que los dueños de estos diabólicos instrumentos tuvieron poca dificultad para poner orden en la multitud.

—¡Debemos detener esto de inmediato! —exclamó Amelia—. ¡Los tratan como esclavos!

Creo que estaba decidida a avanzar y enfrentar a los guardias, pero la sujeté del brazo para detenerla.

—Tenemos que observar lo que sucede —dije—. Espera un minuto… Este no es el momento de intervenir.

La confusión duró algunos minutos más, mientras llevaban a los campesinos hacia el edificio que aún no habíamos visitado. Entonces noté que las puertas de los vagones se estaban cerrando de nuevo, y que el conductor se dirigía hacia el extremo más distante del tren.

—Rápido, Amelia —dije—, abordemos este tren. Está a punto de partir.

Pero aquí termina la línea.

—Por eso. ¿No comprendes? Saldrá ahora en la dirección opuesta.

No dudamos más, sino que cruzamos con rapidez hasta el tren y subimos al compartimiento para pasajeros que había sido extremo delantero. Ninguno de los hombres que llevaban los látigos eléctricos nos prestó la menor atención, y tan pronto como estuvimos a bordo, el tren comenzó a avanzar lentamente.

Había esperado que no tuviera mucho equilibrio —pues con un solo riel no podía ser de otra forma—, pero una vez en movimiento, el tren se desplazaba con una notable suavidad. Ni siquiera se oían ruedas, sino sólo un suave zumbido debajo del vagón. Lo que más apreciamos en el primer momento fue, no obstante, el hecho de que el coche tenía calefacción. Había comenzado a hacer frío en el exterior, pues no faltaba mucho para la caída del sol.

En el interior, la disposición de los asientos no difería mucho de la usual en Inglaterra, aunque no había compartimientos ni corredor: era posible moverse por todo el vagón, pues carecía de tabiques internos: los asientos eran metálicos y sin almohadones. Amelia y yo nos sentamos junto a una de las ventanas, y contemplamos el curso de agua. Estábamos solos. Durante todo el viaje, que duró una media hora, el paisaje exterior no varió mucho. La mayor parte del trayecto el ferrocarril bordeaba la ribera del curso de agua, y en algunos lugares vimos que habían reforzado las márgenes con muros de ladrillos, lo que parecía confirmar mi primera suposición de que el curso de agua era en realidad un gran canal. Vimos algunos botes pequeños navegando, y puentes en varios lugares. Cada doscientos o trescientos metros, el tren pasaba junto a otra de las torres de metal.

El tren se detuvo una sola vez antes de llegar a destino. Desde el lado donde estábamos nosotros, parecía como si nos hubiéramos detenido en un lugar no mayor que aquel donde habíamos abordado el tren, pero a través de las ventanas del otro lado del vagón, pudimos ver una enorme zona industrial, con grandes chimeneas que arrojaban espesas nubes de humo, y hornos que esparcían en el oscuro cielo un resplandor anaranjado. La luna ya había salido, y el denso humo flotaba sobre su faz.

Mientras esperábamos que el tren reiniciara la marcha, y que subieran varios campesinos, Amelia abrió la puerta un momento y miró hacia adelante, hacia donde nos dirigíamos.

—Mira, Edward —dijo—. Nos acercamos a una ciudad. Yo también me asomé, y vi, a la luz del atardecer, que tres o cuatro kilómetros más adelante había un grupo desordenado de grandes edificios. Al igual que Amelia, sentí alivio ante esta visión, pues la vida rural, bárbara a todas luces, me había repugnado. La vida en una ciudad, aunque sea extranjera, es por naturaleza conocida para otros ciudadanos, y allí sabíamos que podríamos encontrar a las autoridades que estábamos buscando. Cualquiera que fuese este país, y no obstante lo represivo de las leyes locales, como viajeros recibiríamos tratamiento especial, y tan pronto como Amelia y yo llegáramos a un acuerdo (lo que todavía me faltaba tratar) nos encaminaríamos, por mar o por ferrocarril, hacia Inglaterra. Por instinto, tanteé el bolsillo superior de mi chaqueta para asegurarme de tener todavía mi billetera. Si habíamos de regresar de inmediato a Inglaterra, el poco dinero que tuviéramos —ese día habíamos determinado con anterioridad que entre los dos teníamos dos libras, quince chelines y dieciséis peniques— habría que usarlo como garantía de nuestra buena fe ante el cónsul.

Tales eran los pensamientos tranquilizadores que cruzaban por mi mente a medida que el tren avanzaba a velocidad uniforme hacia la ciudad. El sol ya se había puesto, y la noche nos envolvía.

—¡Mira, Edward, cómo brilla el lucero de la noche!

Amelia lo señaló; era una estrella enorme, blanca azulada, a pocos grados sobre el lugar donde se había puesto el sol. Junto a ella, pequeña y en uno de sus cuartos, estaba la Luna.

Contemplé el lucero, pensando en lo que Sir William dijera sobre los planetas de nuestro sistema solar. Ese era uno de ellos, hermoso y solitario, increíblemente distante, e imposible de alcanzar.

Entonces Amelia sofocó un grito y mi corazón se paralizó al mismo tiempo.

—Edward —dijo Amelia—. ¡Se ven dos lunas!

Ya no podíamos continuar restando importancia a los misterios de este paraje. Amelia y yo nos miramos horrorizados: al fin comprendíamos cuál había sido nuestra suerte. Recordé el desordenado matorral de maleza escarlata, la poca densidad del aire, la ligereza de nuestro andar, el cielo azul profundo, los hombres de piel roja, la naturaleza de por sí extraña de lo que nos rodeaba. Ahora, la vista de las dos lunas, y del lucero de la noche, constituía un misterio final, que ponía una carga intolerable sobre nuestra capacidad para mantener viva nuestra más cara convicción, la de que aún estábamos en nuestro mundo. La máquina de Sir William nos había transportado al futuro, pero también nos había desplazado sin quererlo a través de la dimensión del Espacio. Una Máquina del Tiempo, tal vez, pero también una Máquina del Espacio, pues ahora tanto Amelia como yo aceptábamos la aterradora verdad de que, en alguna forma increíble, habíamos sido trasladados a otro mundo, para el cual nuestro propio planeta era el heraldo de la noche. Contemplé el canal, viendo cómo el brillante foco de luz que era la Tierra, se reflejaba en el agua, y sentí tan sólo desesperación y un profundo temor, pues habíamos sido transportados a través del espacio hasta Marte, el planeta de la guerra.