III

Descubrimos que caminar por este terreno no era fácil. Aunque el paisaje que nos rodeaba se hizo bastante agradable conforme el sol se elevaba, y nuestro paso era ligero, debido, suponíamos, al aire frío y limpio y a la altura, nos dimos cuenta de que nos cansábamos fácilmente y debíamos detenernos con frecuencia.

Durante unas tres horas mantuvimos un ritmo uniforme, caminando y descansando a intervalos regulares, y nos turnamos para llevar el bolso. Me sentí fortalecido por el ejercicio, pero a Amelia no le resultaba fácil; le costaba respirar y a menudo se quejaba de mareos.

Lo que a ambos nos descorazonaba era que el paisaje no había cambiado desde el momento en que empezamos a caminar. Con pequeñas variaciones de tamaño, el muro de vegetación se extendía sin interrupción a través del desierto.

A medida que el sol ascendía, el calor que irradiaba se hacía más intenso, y nuestra ropa pronto estuvo seca. Como carecíamos de toda protección (el sombrero de Amelia no tenía ala y yo había perdido el mío entre la maleza), pronto comenzamos a sufrir los efectos del sol, y ambos nos quejamos de una desagradable picazón en la piel de la cara.

Otra consecuencia del creciente calor del sol fue un segundo cambio en la actividad de las plantas. El inquietante movimiento que parecía tener vida duró alrededor de una hora después de la salida del sol, pero ahora esos movimientos eran poco frecuentes; en cambio, podíamos ver que los brotes crecían a una velocidad prodigiosa, y la savia manaba constantemente de las plantas más grandes.

Una cuestión me había estado preocupando desde el accidente, y mientras caminábamos creí mi deber sacarla a relucir.

—Amelia —dije—, acepto toda la responsabilidad de nuestra situación.

—¿A qué te refieres?

—No debí tocar los controles de la Máquina del Tiempo. Fue una imprudencia de mi parte.

—No eres más responsable que yo. Por favor, no volvamos a hablar de eso.

—Pero nuestras vidas pueden estar en peligro.

—Enfrentaremos eso juntos —dijo—. La vida será insoportable si continúas echándote la culpa. Fui yo… la que se entrometió primero con la máquina. Nuestra principal preocupación debería ser ahora regresar a…

Miré fijamente a Amelia, y vi que su rostro estaba pálido y sus ojos entrecerrados. Un instante después, se tambaleó, me miró impotente, luego vaciló y cayó sobre el suelo arenoso. Corrí hasta ella.

—¡Amelia! —exclamé, alarmado, pero ella no se movió. Levanté su mano y le tomé el pulso: era débil e irregular.

Yo había estado llevando el bolso. Luché con el broche y lo abrí. Frenético, busqué en su interior lo que sabía que debía estar allí en alguna parte. Poco después lo encontré: una botellita con sales. Desenrosqué la tapa y acerqué la botellita a la nariz de Amelia.

La reacción fue inmediata. Amelia se echó a toser violentamente, y trató de apartarme. Puse mis brazos alrededor de sus hombros y la ayudé a sentarse. Seguía tosiendo y sus ojos lagrimeaban. Recordé algo que había visto una vez y me incliné sobre ella y empujé con suavidad su cabeza hacia las rodillas.

Cinco minutos más tarde, se enderezó y me miró. Su cara todavía estaba pálida y sus ojos aún tenían lágrimas.

—Caminamos demasiado sin comer —explicó—. Me sentí mareada y…

—Debe ser la altura —dije—. Encontraremos alguna forma de bajar de esta meseta lo antes posible.

Volví a buscar dentro del bolso y encontré el chocolate. Sólo habíamos comido una parte de lo que teníamos, de modo que separé otra porción y se la ofrecí.

—No, Edward.

—Cómelo —dije—. Estás más débil que yo.

—Acabamos de comer un poco. Tenemos que hacerlo durar.

Tomó los trozos partidos y el resto del chocolate y resueltamente los puso de nuevo en el bolso.

—Lo que sí quisiera —dijo— es un vaso de agua. Tengo mucha sed.

—¿Crees que la savia de las plantas se puede beber?

—Si no encontramos agua, tendremos que probarla, después de todo.

—Cuando caímos por primera vez entre la maleza —dije— toqué un poco de esa savia. No difiere mucho del agua, pero es algo amarga.

Algunos minutos después, Amelia se puso de pie, un poco vacilante, me pareció, y afirmó que estaba en condiciones de seguir. Hice que bebiera otro poco de coñac antes de continuar.

Pero luego, aunque caminábamos mucho más despacio, Amelia volvió a tambalearse. Esta vez no perdió el conocimiento, pero explicó que sentía náuseas. Descansamos durante media hora, mientras el sol alcanzaba su cenit.

—Por favor, Amelia, come otra porción de chocolate. Estoy seguro de que todo lo que tienes es falta de alimento.

—No tengo más apetito que tú —dijo—. No es eso.

—Entonces, ¿qué es?

—No puedo decírtelo.

—¿Tú sabes de qué se trata?

Amelia asintió con la cabeza.

—Entonces —reclamé—, dímelo y podré hacer algo para ayudarte.

—No podrías hacer nada, Edward. Me pondré bien.

Me arrodillé sobre la arena, delante de ella, y puse las manos sobre sus hombros.

—Amelia, no sabemos cuánto más habrá que caminar. No podemos seguir adelante si estás enferma.

—No lo estoy.

—A mí me parece que sí.

—No me siento bien, pero no estoy enferma.

—Entonces, por favor, haz algo para solucionarlo —exclamé, mi preocupación convertida de pronto en enojo.

Amelia permaneció en silencio durante un instante, pero luego, con mi ayuda, se puso de pie.

—Espera aquí, Edward. No tardaré mucho.

Tomó el bolso y caminó despacio hacia el matorral. Pisó con cuidado entre las plantas más pequeñas y se dirigió hacia un grupo de tallos más altos, Al llegar allí se volvió y miró hacia mí, luego se agachó y pasó detrás de los tallos.

Me puse de espaldas, porque supuse que preferiría mantener su intimidad.

Pasaron varios minutos, y Amelia no aparecía. Esperé cerca de un cuarto de hora, y entonces empecé a preocuparme. Todo había quedado en absoluto silencio desde que Amelia desapareciera… pero aún a pesar de mi creciente preocupación creí mi deber esperar y respetar su intimidad.

Acababa de mirar mi reloj y descubrir que había pasado más de veinte minutos, cuando oí su voz.

—¿Edward…?

Sin esperar más, corrí hacia ella, a través de la vegetación escarlata, hacia el lugar donde había visto a Amelia por última vez. Me atormentaba la idea de que algún terrible desastre le había ocurrido, pero nada podría haberme preparado para lo que vi.

Me detuve súbitamente, y de inmediato desvié la mirada: ¡Amelia se había quitado la blusa y la falda, y estaba de pie en ropa interior!

Sostenía la falda a modo de protección cubriendo su cuerpo, mirándome con expresión tímida y turbada.

—Edward, no me lo puedo quitar… Por favor, ayúdame…

—¿Qué estás haciendo? —pregunté anonadado.

—Es mi corset; está muy apretado… Casi no puedo respirar. Pero no puedo soltarlo. —Su quejido se hizo más audible, y luego Amelia continuó:

—No quería que lo supieras, pero no he estado a solas desde ayer. Está tan apretado… por favor, ayúdame…

No puedo negar que su patética expresión me resultó divertida, pero disimulé mi sonrisa, me puse detrás de Amelia y dije:

—¿Qué tengo que hacer?

—Hay dos lazos… deberían estar atados abajo en un moño, pero sin querer los anudé.

Observé con más atención y vi lo que había hecho. Aflojé el nudo con las uñas y logré soltar los lazos sin dificultad.

—Ya está —dije, apartándome—. Ya están sueltos.

—Por favor, desátalos, Edward. Yo no puedo alcanzarlos.

La agonía que yo había estado dominando surgió repentinamente.

—¡Amelia, no puedes pedirme que te desvista!

—Sólo quiero que desates los lazos —dijo—. Eso es todo.

De mala gana me acerqué otra vez a ella y comencé la labor de sacar los lazos por los ojales. Cuando la tarea estaba a medio terminar, una parte de la prenda se soltó y pude ver lo ajustada que había estado. Los lazos pasaron por los dos últimos ojales, y el corset quedó suelto. Amelia se lo quitó y lo dejó caer despreocupadamente al suelo. Luego se volvió hacia mí.

—No puedo agradecértelo lo suficiente, Edward. Creo que me habría muerto si hubiera llevado puesto el corset Un minuto más.

De no haber sido ella quien se volvió hacia mí, yo habría juzgado mi presencia allí en extremo incorrecta, pues Amelia había dejado caer la falda y yo podía ver que su camisa era de una tela muy ligera, y que tenía un busto prominente. Me acerqué, pensando que podría permitirme el gesto afectuoso de un abrazo, pero Amelia se apartó de inmediato y se cubrió de nuevo con la falda.

—Puedes dejarme ahora —dijo—. Me puedo vestir sola.